… flor de otros días, quimeras ilusorias
de poco arraigo, que los vendavales
que de tiempo en tiempo,
azotan a las almas,
trastocan ilusiones en verdades;
no siempre está de frente el arcoiris:
Francisco Alberty Orona (poeta pepiniano), «Añoranzas»
A Blanco Ortiz Vélez del Río
En los días de la Guerra de 1898 y de las quemas y robos por los «tiznaos», Blanco Ortiz Vélez del Río, vecino de Cidral, surtía a los oficiales del ejército invasor. Un grupo de milicianos yankees tomó unas habitaciones en el Hotel Juliá, y Manuel González Cubero dijo que don Blanco los proveyó con frutos de su finca. Vio, siendo niño, que ese señor anduvo con el tropel extranjero y recordó a un tal Lugo Viñas, el intérprete. El niño González, por excepción, a Blanco lo recuerda cariñosamente, rememorándolo, como héroe. «Me dio miedo que se dijera que iban de matarlo».
Estos hombres altos, caras pálidas, sudosos en el trópico, es decir, los invasores yankees, le parecieron buenos. «Así uno piensa cuando es niño. Todo el mundo es bueno». Y Blanco Ortiz, como su nombre, parecía uno más del tropel. Lo supuso hasta un gringo del batallón que había aprendido el español. O que Blanco, si fuera gringo, imitaba a la perfección el vestir, el gusto y el comportamento campesino.
Cuando González Cubero creció se fue desengañando. Blanco Ortiz Vélez del Río era un jíbaro del culo de Pepino, esto es, el casi despoblado Mirabales y, quizás del sector menos apestoso, el barrio Cidral de Echeandía Medina, donde éste tenía otro pedazo de finca, sembrada de frutas y cafetos. González apenas lo conocía, pero se fascinó con la imagen de Blanco, rodeado de las tropas del Capitán Bradford. Para quienes, con una o dos mulas cargadas, traía sendos sacos de mangos, aguacates, naranjas y, en ocasiones, tubérculos. Blanco se atrevía a vender o conseguir lo que los gringos desearan de alimento, o cosas que necesitaran, y el Alcalde español, antes de su renuncia pública, lo había prohibido.
«Que con los yankees no se hicieran negocios importunos». El líder guerrillero Cabán Rosa lo conminó, por otro lado. Una noche lo paró y le dijo. Si volvía a vender a los invasores, seguro su nombre [Blanco Ortiz] sonará en una décima. «Van a matarlo; yo mismo hago su componte o lo ordeno».
«Vendo porque debo comer y no soy de los que roban. Ahora ellos, en El Tendal o en el hotelillo, son mi clientela», respondió Ortiz.
«Puede que haya que mandar a quemarte pa’ que entiendas. Son invasores de tu país, ¿ entiendes?»
«El país ni me compra ni me presta. No me da de comer y yo tengos mi familia que necesita el dinero que me saco».
A Blanco Ortiz se le asignaban sus tareas en el campamento. González lo vi que repartía unas latitas de salmón entre los vecinos que llegaban a El Tendal. Distribuyó el día que tomaron oficialmente el edificio municiapal un banderín multifranjeado, la insignia de los yankees y se justificó ante vecinos pobres y curiosos de que hiciera ésto. «No me gusta dar banderas para que no se malinterprete por qué lo hago». Quizás dar víveres del arsenal americano lo ofendía de otrro modo. No había necesidad de mendigar cuando no había guerras ni quemas en el campo.
¿Unas latitas de salmón? ¿Jaleas de maní? Y él, que doblaba el lomo sacando yuca, ñame, malangos de la rica tierra. Alimentos que de cualquier peninsular, moquiento y jincho, forjaban el equivalente de un negro musculoso y nutrido. «Comer lo que las manos siembran y se producir con sacrificio, eñangotado al borde de los riscos, picota en mano, así me sabe sabroso».
«Vengan y miren este alimento bueno: plátanos, vianda del campo», gritaba a los soldados. Ese día hubo novedad. Sintió el desinterés repentino por su persona.
«No andes con gringos que te van a matar en el camino», le dijeron por cariño, instándole a que no descargara su vianda. Acusaban a los invasores de disparar contra un niño por el área de El Tendal. González Cubero mismo reaccionó con miedo. «Pídele al capitán un rifle, un máuser», le dijo otro vecino. Caso omiso al consejo, aunque cierta desazón empezó con la mala propaganda.
Circularon rumores de que los invasores eran asesinos. Y él averiguó la verdad y la comunicó al pueblo. Un balazo accidental, durante la limpieza de un rifle, mató al chiquillo. Fue un estúpido descuido del soldado inexperto. Blanco Ortiz se comunicó con los oficiales del ejército: Pa’ que no suceda de nuevo, pa’ que no haya represalias, pa’ que sirva de control, cerquen el área del campamento; no permitan que pasen intrusos, menos cuando son tan chicos e inquietos. Como Manuel González, por ejemplo, que por todo pregunta y todo lo toca y quita de donde está.
En las noches, por ingerir en exceso el alcohol de alambiques locales, El Tendal se volvía muy ruidoso. Mucha de la tropelía aullaba como lobos en celo. Unos pocos soldados salían del campamento a buscar la compañía de putarras. Compañía, decían ellos. Total eran rough riders, no ciertamente soldados. Blanco Ortiz sabía que las fornicaciones son más asesinas que la guerra misma y, a señales dijo a los capitanes: «Que no se atrevan a tocar a mujer, ni del campo ni el pueblo; porque, válgame Dios, la gente que creen ustedes tan buena, tan sumisa, es capaz de matarlos a pedradas y de quemarlos vivos».
Y, por decir las cosas como son, respetaban a Blanco, quien sabía las artes de la mímica de enojos. Decía más con la mirada que articulándose con palabras. La oficialidad de aquellas tropas, incluyendo a Lugo Viñas, admiró este consejo. Lugo lo puso en sus términos y al otro día informí a Blanco: «Dicen que usted es necesario en Cuba, donde la anarquía es mayor y no acaba. Que usted sirve para todo. Como estratega y consejero. Que usted habla con los actos».
No es que Blanco Ortiz fuese obediente, irracionalmente dúctil, moralmente inconmovible. No que pretendiera saber en torno a muchas cosas, menos de las concernentes a la milicia. Es sólo un campesino y, sobre todo, hombre de principios. Es vecino afable y bueno. Valiente, según lo han observado, pues, ni a Cabán Rosa ni a Arocena tiene miedo. «Yo, contrario a los gallegos Ortiz Carire y Franca, lo pienso para cargar un arma de fuego; y por noble que es respetaré el machete y lo traigo conmigo».
Fue distinto a su padre. Que lo trató, como si hubiera nacido de una bestia. Un hombre de trabajo se formó, desde niñuelo, y sabía todo lo que es posible que se sepa por el quehacer de las manos. «La gente ociosa poco aprende que sirva para algo». El tallaba la corteza de los cocos y hacía pocillos. Fue cabestrero. Cargaba café y sabía de recogerlo y de su acabe. Cuidaba a los caballos. Curaba a sus animales como el mejor veterinario. Doña Eulalia lo enseñó a leer, a firmar su nombre muy claro, a ser legible en todo y hacer cuentas, aunque usara los dedos. «Físicamente fue como su padre, alto y bien fornido, labios finos, ojos de azul intenso, pelo castaño», lo describió Dolores Prat de Mirabales. «Moralmente, más grande», decía Dolores.
En Cuba, cuando se lo llevaron, la inmensa China se había comprometido a proteger su integridad territorial, esquina por esquina. Se hablaba sobre las «Puertas Abiertas» del comercio en el Asia y sobre la doctrina de John Hay para esa parte del mundo. Todavía en Cuba, se informó, que Blanco Ortiz seguía con sus ojos y oídos muy abiertos. Aprende, se adapta, crece intelectualmente.
«Mi padre es muy inteligente. Merecía una pensión del ejército», dijo su hijo, quien también fue militar en la Primera Guerra. Supo que, al regresar, que olvidaron y desmerecieron a su padre, lo mismo que a él, «esos yankees, esos yankees mentirosos, que sólo me usaron, como si fuera mercenario».
Casi todo el que llegó a los EE.UU., durante aquellos tiempos, fue judío o católico. Amtes de morir, Blanco Ortiz, el hijo de El Cubano, aprendió con satisfacción de Doña Eulalia y sus gustos políticos, una última lección. Que hace falta que se honre la idea de que todo puede ser nuevo y posible, siendo honestamente humano. Es posible la Nueva Sociedad, la Nueva Inmigración, el Nuevo Progreso, o bien, un Nuevo Pensamiento… A Norteamérica, o digamos, Nueva York, llegaron italianos, autrohúngaros, rusos y polacos. Y, Blanco Ortiz, sabe Dios cómo se hizo a entender que dijo: «Lo Á¼nico que me falta por ver es a los chinos». Conste: La Polaca de Camuy, anduvo con un chino, de aquellos que quemaba, junto con Bascarán y guerrilleros de La Corcovada, lo que tenía la paja seca de los odios. Se olvidó que pudo haber visto un chino en esos días. Sólo que no se lo encontró de frente. Era un Boxer, newyorkino. Un nacionalista enojado por las
Puertas Abiertas del chantaje y las guerras del opio.
Bastó con lo que Blanco Ortiz preanunciara cuando habla de sí como un jíbaro a quien Dios mostró todas las razas y nacionalidades: Tiene amigos italianos y corsos, lo mismo en Lares que en Pepino; algunos han trabajado como peones en su hacienda, o los conoció recién llegados con la ilusión de instalarse en los montes y sembrar como en su tierra. Los vio cómo son y dijo: «Inmigrantes que trabajan afanosamente sin las jactancias de mi padre». Informó que, entre su parentela, están los Luiggi y los Brignoni. Cabalgó por las Fincas de Bottari y conoció a La Polaca, quizás mitad rusa, «o qué se yo que diantres». Precisó que su nombre fue Lodze y Kirguis, no Luce La Gitana… No. Es casi inimaginable lo que Blanco Ortiz informó a la inteligencia militar que se hospedó en el hotelucho de don Juan Juliá. No que se pensara hacer daño a los extranjeros en Pepino. Simplemente, le dijeron: «Habláme de la gente buena de tu pueblo». Todos
eran buenos, incluyendo a los hambrientos que se alzaron. «Yo sólo he conocido a los buenos. Aquí no hay gente mala, Capitán» y LugoViñas tradujo.
Entonces, lo mandaban a buscar, como si fuera un sabio. Siempre Lugo Viñas tendría que hacerse presente como intérprete. «Tú habla. Dí lo que piensas». Querían darse una idea de lo que supo aquel jíbaro que les mostró cómo se cortan las panas; cómo se guisan, se hierven y se comen los ñames y las malangas. Guisó unas habichuelas blancas, con trocitos de pana, y aquello fue como locura, cuando hizo pailas de arroz blanco. Se relamían los dedos. Del arroz se comían hasta el pegao, porque todo es delicioso con panas y bacalao. Los gringos, por su mano y sazón, probaron de una olla de arroz con gandules antes de la Navidad.
Después que pararon las quemas e hicieron unos recuentos para desalojar el Campamento del Tendal e irse del pueblo, se llevaron a Blanco Ortiz, sostén de los suyos y padre de un hijo, al que puso su nombre.
Pedro Echeandía Medina, vecino suyo, cuando se fue lo echó de menos. Blanco Ortiz fue quien les dijo a los yankees que le quemaron en Cidral. «No es gente de aquí», le dijo, porque los bandidos sociales vienen de La Corcovada, de Añasco y Camuy… Que éste fue otras más de las víctimas de un odio creciente: la polarización del pobre con el rico, agitada por políticos funestos. A él mismo lo hostigan. «Por servirles en buen plan, me llaman pitiyankee». Sin embargo, él se sentía un conservador revolucionario. Un hereje ortodoxo dentro de la sociedad cuajada en el régimen viejo, equívoco, no siempre justo, que España sostuvo. El vivió los años del Componte y testificó a los negros esclavos y sus lamentos.
En 1898, intercedió por Baldomero Brignoni cuando le asaltaron su tienda, «gente alboratada por Cachaco» y la razón fue «ser extranjero y tener su negocito. El es pobre y yo tengo más que él, de alguna manera. Soy fuerte porque tengo manos que siembran, manos que cortan fruto y me levanto al ordeño de mis cabras, en la madrugada; si no madrugo, sufro y me duele el alma».
Al aceptar la oferta de irse a Cuba, Blanco arguyó que no sentía ningún amor por España; ese imperio se acabó y tuvo su turno. Venga otro más justo. Su padre español lo abandonó. Quizás le agradeció que lo enseñara a trabajar más duramente que al esclavo. Se ha responsabilizado por ayudar a muchos, más en ese año de la guerra y el hambreamiento por los almacenistas y sus cobranzas. Avisó que lo que más le agradaría, si algo hay que saber, es si su padre ha muerto o está vivo. Precisamente, su padre regresó a Cuba, «de donde no debió haber salido». Decirle unas cuantas verdades a la cara, si es posible.
El quiere ver a Cuba Libre, como Rius Rivera y Forest, boticario que se fue de Pepino. En su casa, todavía vive doña Lola: quien habla sobre Cuba, tierra donde se fueron sus abuelos, tierra de promesas, según anunció Pamela Ortiz Franca, Pedro Ortiz, el fornicario, y don Nepo La Pasca. «Tierra de negros buenos que llaman cimarrones».
Una vez se nombró al primero de los alcaldes en la transición al régimen norteamericano, a Blanco se lo llevaron consigo. «A la Misión Cubana». Cumpliremos tu sueño. «Saber si vive todavía El Cubano». Y se referían al gallego sobre quien se había explayado. Se lo trajeron a la memoria con ésto de servir al nuevo régimen. Su padre llegó de Cuba al Pepino, con una media-hermana, e inició una vida fornicaria en los campos. «No era malo, pero tenía esa costumbre. Ser mujeriego». Donde ponía su mirada nacía un retollo. Un designado feto. Estuvo poblando por su cuenta los barrios. Pedro S. Ortiz Carire, nacido en La Coruña, en 1831, su padre.
Lugo Viña tradujo este vivísimo cuadro: «Con razón don Blanco es tan apuesto. Es hijo de un gallego». Y prosiguió el relato: Pedro el blanco es el opuesto complementario o la sombra Pedro Potro, negro y mandingo. Tradujo que se buscó un remedio con los dos. A Pedro el blanco le amarraron las ganas, a punta de pistola y lo casó Paché Vélez y Manuel Prat con Monserrate Vélez del Río.
Media hermana de Pedro fue Pamela Ortiz Franca, casada en agosto de 1852, en Pepino, con Casildo Vélez del Río (1808-1877). Uno de los hijos, quizás el primero, el más viejo de El Cubano fue sabido por el sonado estupro, cometido con Felícita de Lugo, de Altosano, y nació el 4 de mayo de 1851.
«A todos mis hermanos, sean bastardos o no, yo los prucuro. Los quiero. Les llevo viandas… yo no guardo rencores. Soy un revendón viandero… A Pedro, mi padre, lo confundían con Pedro el Negro, por la fama…porque, en cierto tiempo, competían por saber… ¿cuál es más deseado? el más fértil… Al parecer, mi padre tuvo 9 hijos, que son prácticamente la cepa de muchos de los Ortizes de Pozas, Mirabales y Guacio, y usted sabe Pedro negro, sabe Dios cuántos tiene, pero ninguno es bueno, o se ha criado. Lo dejaron solo».
2.
Blanco Aurelio, como si fuera una maldición echada a su familia, también se fue a Cuba a buscar a su padre Blanco Ortiz, así como éste dijo, soy hijo de El Cubano Ortiz Carire, su hijo fue a buscarlo. La diferencia fue que Blanco Ortiz buscaba a un padre bueno. Lo llamó el primer patriota americano. Negó que fuese anexionista, como él, pero: Quiero saber dónde la entierra. Dónde vive o trabaja. Lo extrañaban.
«No se hable más. Venga a Cuba, allá se están pelando por el poder de gobernar los blancos y los negros».
Blanco, padre, en la despedida con su Blanco Aurelio, habló como si fuese el Presidente McKinley. En sus discursos desde 1901, antes del magnicidio, discursó: «Que el Dominio Comercial del mundo, para que pueda cumplirse, necesita patriotas, no aves de paso». Esto fue suficiente aliciente para Blanco.
«Hija, me voy a Cuba por el progreso».
Una metáfora colonial tan poderosa, birds of passage, convenció a Ortiz Velez, hijo de El Cubano, y se sintió patriótico, ya que el País del Norte abría una senda en el Caribe y en Filipinas para forjar «territorios libres, con igual participación en la Unión Americana». De Cuba se haría primero una república progresista, a la que enviaría mucho hierro y acero de Pittsburg.
«Voy porque me dijeron eso».
También Barbosa y Santiago Iglesias lo creyeron. Discursaron sobre our increasing surplus como si la riqueza de Norteamérica ya estuviese en sus manos, con tan sólo pedirla. Si Cuba quería ser parte de la demanda de mercados extrajeros, Blanco Ortiz lo vería con sus ojos. En la tarea es importante la confianza / ‘Truism’ / y le han dicho a un hombre sencilla: Tú eres la confianza; tú eres parte de eso.
«Debido a que eres servicial, buen jinete, amistoso, no temes a nadie, y te ganas a la gente, vamos a formar en tí al patriota americano».
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[Del libro «El pueblo en sombras», relatos y anécdotas sobre el Pueblo de San Sebastián del Pepino (Puerto Rico) y su gente, desde los tiempos de la Invasión Norteamericana, la rebelión de los ‘Comevacas y Tiznaos’, o rebeldes antiyankes y anti-españoles que quemaron, robaron y organizaron campesinos, para el combate contra invasores y régimen colonial peninsular, inspirados por el pensamiento anarquista, importado de España desde los tiempos de La Mano Negra andaluza].