Leopoldo Fortunato lleva tres días que no se levanta. Tiene el páncreas deshecho por un cáncer. El miedo al gesto violento de su corazón lo mantiene en vela. Madruga con los ojos abiertos, tieso sobre la cama, solo en la habitación. Se imagina leyendo de su propia memoria. Abundantes pasajes, sin páginas, sobre 76 años de su vida. Habría querido esta lucidez para dejar su nombre en la historia y la de aquellos compañeros que fueron tan fieles al Escuadrón de Inteligencia del Batallón 601.
A los 17 años de edad, cuando entró a la Academia, ya algún sueño de gloria recorría su sangre como el asomo de un impetuoso glóbulo rojo. Mas vallas de contención detuvieron su anhelo. Aquellos gritos sofocaron su innata impaciencia: «Obedece, obedece». Tuvo que domarse a ciegas, con entrenamiento de obediencia en una escuela de asesinos que lo llevó a Panamá con los gringos. Recuerda la comandancia en el Segundo Cuerpo de la Armada. Aquellos años, tras la muerte del Ché Guevara, que animaron este sentido de misión heroica por la historia del mañana. El no se arrepiente de una búsqueda discreta de eliminar enemigos de ese mañana que todavía está desvelándolo.
«Sólo la Administración de Reagan fue agradecida. Aquella frase: «You’re a bulwark against Communism», aún no encuentra su eficiente traducción. Le gustó más cuando el asesor Richard V. Allen lo llamó «magestuoso general».
«¿Y habrá algún argentino de la administración de Viola y Bignone, o de las anteriores a Isabel Perón, que tenga para mí, Leopoldo Galtieri, prenda de su gratitud, agradecimiento o palabra de encomio? ¿Cuántos otros 25 años esperan que yo les ofrezca haciendo trabajo sucio? Trabajo que hoy me restrellan en cara: vos mataste, torturaste a los 18 pibes marxistas, vos sós quien echaste a la cuenta de muerte y de secuestros a tres ciudadanos españoles. Tenés corazón de asesino… Y fue la misma puta Junta quien dijo: Obedecé a ciegas, ya no hay partido ni uniones ni alcandías provinciales, proscrito ha sido el marxismo. Todo está está prohibido para que tengás el pretexto de matar a quien salga a la calle a protestar, o defender a los Montoneros y, entonces, crecéte vós con los batallones. Hacé la guerra sucia que soñaste contra la subversión. Limpiá la sociedad de comunistas, con tortura, con presidio. Sabés hacerlo: vos matás a
mansalva, sin juicios, sin preguntas, ejecutá lo que aprendíste en Panamá con los gringos. Tirálos desde helicópterios al río y mar de Plata, electríficales las pelotas…»
Un día Leopoldo Fortunato sacó la ira de sí, demasiada ira, por causa de los 25 años en los Cuerpos de Ingeniería, y miró a la Historia con la misma plutocrasia y cresomanía que Pinochet e ideología del capital que los millonarios del Hemisferio. Su voz cada más autoritaria hizo que se le nombrara Mayor General y, otra voz chantajista y demandatoria, a pocos meses, presionó desde sí por la jefatura de una Comandancia. Y, ya en su pedir con enojo, no hubo límites. «Porque yo sé muchas cosas y si hablo, todo el mundo cae». Esos años de 1976 a 1980, cuando advine como Teniente General, los llamaría en su meditación. «Los años de mi voz chantajeadora y de mi enojo venenoso».
Y, por ambición, pensó que el pueblo estaría con él. Fue una mañana del 2 de abril de 1982. Los británicos retomaron las Malvinas y alrededor de la Plaza de Mayo, aledaña a la Casa Rosada, él se asomó a su balcón del lado izquierdo (no el mismo que alguna vez utilizara Perón). Y dijo: «Allá abajo está mi pueblo y mi gloria» y dio el último saludo, tras anunciar: «Soy el nuevo presidente, digamos adiós a Isabel y tengo un mensaje para Margaret Thatcher, reconquistaremos las Malvinas. La integridad del territorio argentino».
Y ante su encendido patriotismo sonaron las sirenas. Las oye. Y el páncrea dolió más mientras oyó las voces procedentes de la Plaza. La voz más temida fue su corazón agitado, echnado punzadas dentro… ese temido ataque del maldito cardio que, ante tanto desafío, urde callar a Leopordo Fortunato para siempre. «¡Cómo jodés, punzando cardio!» Se ha originado una huyilanga caótica, pánico, gritos de su gente que se dispersa, reprimida por el miedo. Británicos cabrones. Pero días antes, un 30 de mayo, a quienes no eran sus simpatizantes, sino sus críticos que le han creído un «eterno inepto para detentar el poder», los sofocó en la misma plaza.
¡Qué vergonzosa derrota! El que juró que los británicos, al mando de una vieja flaca, son una «mierda», «remanente tecnológico» de la era de posguerra, sin la habilidad de enfrentar el coraje argentino, no retuvo las Falklands. El invasor británico avanzó con los más avanzados sistemas de armas, tropas mejor entrenadas, con profesionalismo verdadero. Leopoldo al pataleo. «Y pensar que pudo negociar, sin esta mortandad inútil». Lo aplastaron como a una sabandija. Las ventajas geográficas y numéricas de Argentina, sus enjundiosos patriotismos, fueron menos que este aliento restante de Galtieri. Ahora, al repasar los crímenes de su memoria y esta temeraria aventura contra el imperialismo, le parece uno más. No dio el grado de héroe victorioso. No pudo.
Allá, retorciéndose él, con el estómago hirviente por dolor, ve la amenaza. Ya no es el hospital el escenario. Lugar de resposo irreposado. Son barrotes, celdas del arresto. Lo han aislado. Lo acusan. Lo interrogan sobre memorias que mejor él mismo abandonó para olvidadarlas. «Estamos en las postremerías del 1983 y me hablan de pasados». Ha perdido la noción cronológica. Una Corte Militar aprieta su corazón para asfixiarlo y le pide cuentas por la Guerra Sucia, que son «entre 8,000 y 30,000 víctimas» [todas descritas como subversivos, aunque sean pibes y pibetas de colegio, maestros, periodistas, no necesariamente guerrilleros]. Hay quejas civiles que preguntan por niños secuestrados y por la desaparición de otros activistas de la izquierda. Dieciocho que parecen especiales. Sus familias han perdido el miedo a reclamarlos. «¿Dónde los tienes, asesino?»
Lo insulta. Ha dado diez años más de servicio patrio y ahora ni como cómplice es bueno… Que como estretega militar ejecutó miles de pendejerías al conducir la guerra en las Malvinas. Esto sí que le patea su corazón debilitado. El mismo Ejército en un informe [«Notas y observaciones de Rattenbach»] pide que se le despoje de todos sus rangos, de todo sueldo, que se le confisque todo lo que tiene… porque es un mediocre, pura adrenalina de homicida; genocida… Como fantasmas, sus incrédulos ojos: Puede verse fuera de la prisión. Lo mandan ante un pelóton de fusilamiento… Oye que ordenan: «¡Fuego!». Oye el fragor de balas. Los chorros de sangre salpican cientos de paredes; y no muere. ¿Será que soy inmortal? Ninguna bala penetra el cuerpo suyo. En 1986, la sentencia vino al fin: 12 años de prisión. Es todo.
Ha vuelto a verse sobre la cama. Alguien viene a verle. Es la segunda visita que recibe, después de aquella qie en 1989, le hiciera Carlos Menem. Trajo noticias de perdón. Se incluye a otros 39 oficiales de rango en el ejército en la amnistía presidencial. «Vos y otros amigos, Leopoldo». Fue una visita breve, cortés; la segunda visita es larga. Es este juego con los remordimientos y el páncreas… No dio tiempo para reexaminar todo. Pero, cuando se fue aquel alter-ego de Leopoldo Fortunato, dijo: «Antes de irnos, pasemos a ver la tumba de tu padre, ¿querés?»
«¿A dónde? ¿Juntos? Que nadie hay que me quiera ver ni respete»
«Vamos, no temas. Donde vas se respeta a todos».
«¿Y habrá algún argentino de la administración de Viola y Bignone, o de las anteriores a Isabel Perón, que lo haga o que tenga para mí, Leopoldo Galtieri, una palabra de encomio? ¿Habrá tiempo para avisar a mis dos hijas, a Lucia Noemi?»
«No».
Aquel invierno, del 12 de enero, el visitante le clavó la guadaña en el pecho y a Gartieri se le viraron los ojos, con el ataque cardíaco. Entonces, se largaron a ver a ver las tumbas de viejos inmigrantes italianos, gente trabajadora y humilde, como su padre y como la que él había dejado de ser.
18-08-2005