Felipe González tuvo sus aciertos y sus errores como Presidente del Gobierno, pero lo que nadie le podrá negar es que siempre estuvo a la altura de las circunstancias y que su política tuvo miras de largo plazo y de bien común, jamás de corto plazo ni de intereses personales. Ahora, reconvertido a pensador liberado de toda presión mediática o institucional, se dedica a lanzar ondas en forma de sabias reflexiones de las que todos debemos aprender.
La última es aquella que, de pura obvia, ningún político de los actuales quiere, o puede, planteársela de verdad. Se trata de entender que los Gobiernos son elegidos por los ciudadanos para que controlen a los mercados, y no para que corran detrás de ellos, al dictado de sus necesidades.
Y es que el mercado económico tiene ineficiencias que provocan injusticias sociales, de forma que si se permite el libre funcionamiento de manera absoluto, la tendencia es a la acumulación del capital por parte de unos pocos y a la miseria para la mayoría. Por ello debe de intervenir el Gobierno que a base de regulaciones debe eliminar esas ineficiencias.
Ahora bien, durante los últimos años 90 y principios del siglo XXI, la política imperante ha sido la mal llamada «neocon», que se limitaba a dar libertad absoluta a los mercados, el «dejar hacer» de Adam Smith llevado a sus últimas consecuencias. Estoy seguro de que el padre del liberalismo económico hubiera entendido lo pernicioso de su teoría en una sociedad compleja como la actual, siempre y cuando se lleve al extremo.
Para evitar ese extremo deberían de estar los Gobiernos que deberían hacer fuerza para controlar a los mercados, a base de regulación. Sin embargo, en Europa se vive un estado de indefensión debido a la diferencia de tamaño y dinamismo entre los mercados y los Estados, los primeros, que lo saben, se aprovechan y atacan de manera especulativa a cada país por separado. Hasta que la Unión Europea no comprenda que su única fortaleza es la convergencia absoluta, seguirá sufriendo estos ataques.
Los cuales se podrían solventar en el corto-medio plazo a través de la compra de deuda del Banco Central Europeo, como ha hecho en el día de hoy para solventar la sangría portuguesa. Sin embargo, y a diferencia de la Reserva Federal, el BCE se niega de manera sistemática a esta medida, lo cuál deja a los Estados a merced de los mercados.
Mercados que fueron liberados y ahora nadie puede controlar.
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