En la sociedad precapitalista los poseedores y los desposeídos no sólo habitaban clases distintas, sino «mundos distintos». Los pobres trabajaban por la mera subsistencia y los ricos habitaban una especie de campana de cristal incontaminada. El nacimiento de lo entendemos por mundo moderno, el abandono del Antiguo Régimen va acompañado -y liderado- por el nacimiento y desarrollo de un nuevo agente histórico: la burguesía y, en general, la clase media. Se va pasando a una economía donde es posible la acumulación (el ahorro) y en la es posible la mejora de las condiciones de vid. El desarrollo personal, educativo, cultural deja de estar determinado por la clase social. Este es un proceso largo y complejo que, en España, comienza a consolidarse definitivamente en los años 60. Aparece un estamento de pequeños propietarios, comerciantes, profesionales, gente que accede a los estudios universitarios por primera vez. Un estamento que se caracteriza, por una parte por su dinamismo, su espíritu de colaboración en toda iniciativa cultural, económica, social. Y por otro lado, por la valoración del esfuerzo y el tesón y la identificación de estos valores con el progreso, que primero es personal, luego familiar y, por último, social. La valoración más de lo conseguido y trabajado que de lo heredado. La herencia, era precisamente la columna vertebral del Antiguo Régimen.
Por encima de esta clase media se coloca una elite reducida que está un poco más allá de los usos y pautas que rigen para la mayoría (no más allá de la ley, en los países democráticos) y que se encuentran al socaire de los cambios sociales, salvo, claro está, en caso de una revolución violenta. Por debajo hay un segmento de población que sobre todo es perceptora de los recursos del Estado y que hace de ese uso una pauta y hasta una moral.
Sin embargo, en la sociedad española, quizá en toda la sociedad occidental, se está produciendo un fenómeno curioso. Hay un desarrollo económico que hace que un alto porcentaje de la población tenga unos niveles de renta y bienestar propios de la burguesía. Pero, al mismo tiempo, parece disolverse o al menos relajarse lo que podríamos llamar el «espíritu de la clase media». Esto es, la valoración del trabajo tesonero y constante, la identificación del esfuerzo con el progreso, la labor a largo plazo, el ahorro, la confianza en el futuro. Por el contrario, van proliferando sus antítesis: el enriquecimiento fácil por un lado y el espíritu pedigÁ¼eño ante el Estado, por otro. Cuando nos hemos convertido en pequeños burgueses por nuestros niveles de bienestar, parece que olvidamos lo mejor del espíritu de la burguesía.