“Por mucho que lo intento, me resulta imposible poder gestionar mi tiempo. Algo debo de hacer mal. Planifico, y no me sirve de nada. Siempre acabo haciendo lo que era para ayer, siempre acabo llegando tarde a todos los lados. Me falta tiempo.” Era lo que comentaba desesperada, el otro día en una reunión, una directora de departamento. La veía rendida, y el tiempo no le rendía.
Decía Peter Drucker, gran pensador del mundo de la empresa, que “el tiempo es el recurso más importante; quién no lo sabe administrar, no sabe administrar absolutamente nada”.
Dicen que está comprobado que perdemos más de tres horas al día en el trabajo, a causa de rutinas inadecuadas, que repercuten directamente no solo en la calidad del trabajo, sino en la calidad de las vidas de los trabajadores, que se ven sometidos a agobios y prisas para terminar la labor.
Quizá el primer error que cometen estas personas es pensar que la eficacia es una cuestión de reloj, siendo más bien que se trata de una cuestión de brújula. A menudo no saber bien adónde ir se convierte en la dificultad más grande para ser efectivo. Cuando un trabajador tiene perfectamente fijadas sus metas, es muy difícil que pierda el tiempo, pues perder el tiempo, es hacer cosas menos importantes que las que podrías hacer para llegar a ver cumplido el objetivo.
Como si fuera una mandato inquebrantable, muchos trabajadores actúan bajo la consigna “si lo quieres pronto y bien hecho, hazlo tú mismo”, y así se cargan con cantidad de trabajo que podían y deberían hacer otros. Se equipara delegar a abdicar, siendo que delegar es invertir a medio plazo.
Luego: la dispersión. Saltar de tarea en tarea, como si no se fuera consciente de que uno sólo puede ocuparse eficazmente de una cosa. Y así, buscando la actividad por la actividad, se cambia de una tarea a otra, sin reparar en que esta actitud, encarece las dos, y no sólo eso, sino que las retrasa. Y aviso a navegantes: no cuenta lo que trabajas, sino lo que terminas.
La dispersión puede tener que ver con la procrastinación, es decir con el hecho de dejar de atender algo que me supone incomodidad (aunque se que tarde o temprano lo tengo que hacer), y sustituirlo por algo que me da placer. Algo parecido a cuando a un niño se le dice que haga los deberes, y contesta que le dejes ver un poco más la tele. Así, algunos trabajadores, aplazan la realización de determinados asuntos pues implica molestia. A sabiendas de que lo tendrán que hacer.
El no fijar el momento en el que se han de hacer las cosas, favorece que permanezcan sin hacer. “Lo haré un día de estos” es prácticamente dejarlo sin hacer, ya que como dice un refrán inglés: “un día de estos, no es ninguno de estos días”
La procrastinación afecta a diversos perfiles, desde directivos que aplazan reuniones porque las prevén conflictivas o desagradables, a estudiantes que se ponen a estudiar la noche de antes del examen, trabajadores que apilan expedientes o informes antipáticos o costosos… En fin: una plaga de gente que va diciendo frases del tipo: «hay tiempo más que de sobra!, no es necesario empezar a hacerlo ya!», y cuando llega el plazo de entrega, piden una dilatada prórroga, y entonces dicen: “Solo trabajo bien bajo presión…”. Claro, es que si no, no trabajan. Siempre parecen estar esperando el momento justo.
En ocasiones se culpa al trabajo de la falta de tiempo para realizar nuestros objetivos, y así puede ser habitual ver a un gerente decir que trabaja tanto (todo es urgente), que no le queda tiempo para hablar con los trabajadores o con los clientes (aunque reconoce que es importante), y quizá en aras de realizar un buen trabajo, debería revisar sus prioridades, ya que lo importante le conduce a los objetivos, y lo urgente al estrés.
Al lío.