Todo movimiento social iniciado por generación espontánea debe de tener el reconocimiento y la significación que se merece, porque no ha surgido de la idiosincrasia de una personalidad especial, sino del sentimiento mancomunado y solidario de un grupo de personas independientes que han llegado a una misma conclusión de manera individual y conjunta. Por ello, el movimiento 15-M, que cobró su máxima expresión hace ahora un año, justo en el momento de su nacimiento, merece un lugar destacado en la historia de las luchas sociales.
Se trata, sin embargo, de un movimiento condenado a perder fuerza si no consigue canalizar toda la energía positiva que generó hacia iniciativas concretas y pragmáticas que puedan servir realmente a la sociedad. El método asambleario es el más adecuado para dar cabida a todos los puntos de vista y a todas las aproximaciones posibles, pero luego debe de haber un filtro lógico que dirija todas las ideas hacia implementaciones legislativas y propuestas concretas.
Los portavoces del movimiento que hacen ronda por los medios de comunicación podrían servir como unificadores del concepto genérico del movimiento, y con ello llamar a la causa a aquellos que la hemos abandonado por entender que desde la desintegración ideológica lo único que se consigue es el rozar posiciones insostenibles e intolerantes con el desacuerdo.
Pero justo es reconocer al movimiento del 15-M que haya hurgado en nuestra conciencia de sociedad y nos haya hecho comprender que no todo vale y que el seguir callado es la más indigna de las aceptaciones. Desde las acampadas en Sol hasta las manifestaciones programadas a la discreción de la Delegación del Gobierno de estos días ha pasado un año y poco o nada ha cambiado, y si lo ha hecho ha sido a peor, pero al menos hemos descubierto que nuestra juventud sí tiene voz, a pesar de que luego no lo sepa canalizar con su voto, porque aunque ambas opciones políticas mayoritarias sean al final lo mismo, no nos engañemos, no son iguales.