Sociopolítica

EL LOBO FEROZ: La Gran Vía

Vivo cerca de ella. La recorro a menudo. Ayer volví a hacerlo y, como le ocurría a Quevedo con su patria, no hallé cosa donde posar los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. ¿Exagero? Seguro que sí, pero la hipérbole es recurso lírico en el que aquel poeta fue maestro. Érase de una calle al Palacio de la Música pegada. Ya no existe. Lo han cerrado. También lo hizo, recientemente, el Avenida. Y junto a él, en sus bajos, cerró Pasapoga. Berlanga, otro maestro, no podrá filmar a obispos, como temían los censores, saliendo de esa sala de fiestas. ¿Sala de fiestas? Ya no las hay. Ni boîtes. En el Rex, que también era cine, funcionaba una, elegante, recoleta, discretísima. No es verdad que lo fugitivo permanezca y dure. Lo sabíamos, pero duele. Yo vi en el cine que acaba de cerrar Lo que el viento se llevó. Título premonitorio. Tenía catorce años, más o menos, y fui con mi madre para que me dejaran entrar, porque no era tolerada. También ella ha muerto. Todas lo hacen. En la fachada del Palacio de la Música, que ahora parece una dentadura mellada, queda el hueco de los inmensos carteles que anunciaban las películas. Hubo en la Gran Vía, cuando yo, adolescente, empezaba a caminar solo por ella, trece cines. Seis por cada acera y uno retranqueado: rive droite, rive gauche y… Un barrio latino. Quizá eran catorce. Se lo preguntaré a Garci, que lo sabe todo. Ahora quedan tres: el Callao, el Capitol y el Palacio de la Prensa, donde mi padre tenía su oficina, a la que nunca fui, porque lo mataron antes de que pudiese hacerlo. ¡Qué importa! ¡Pero si ya nadie va al cine! Éste se ha refugiado en la soledad del deuvedé y en los nichos de los centros comerciales. La Gran Vía no era aún, cuando yo, en los años cincuenta, me atreví a explorarla, bulevar del crepúsculo, como lo es ahora, sino femoral de la gloria, arteria del esplendor, río de la vida y corriente del Golfo. Hemingway aún se paseaba por ella arponeando tiburones, boquerones, maletillas, toreros de cartel, amistades peligrosas, actrices de Cifesa y mujeres de lumbre con puñales en la mirada. Era aquello un malecón, un rompeolas, un bazar, un aleph, el escaparate del mundo. Todo era posible, todo pasaba por allí, todo bullía, todo estaba abierto hasta las tantas. ¿Fue París una fiesta? Sin duda, pero también lo fue, desde el Coliseum hasta ―extramuros ya― Chicote y El Abra, la Gran Vía de entonces, la de los trece cines, la de los trece estrenos del sábado de Gloria, la de los mil cafés, la de las cien terrazas, la del mujerío de Fuyma, la de los billares del Callao y los ínferos de Los Sótanos, la de las bragas de Sepu, la que nunca cerraba, la de aquellos años en los que nosotros, los del verso de Neruda, aún éramos los mismos. Ayer, como digo, volví a pasar por ella, por la Gran Vía de hoy, por la de los cines cerrados, las hamburgueserías y el multiculturalismo, por la de la calavera desdentada del Palacio de la Música, y no hallé cosa donde posar los ojos que no fuese baile de criadas y de horteras.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.