Economía

Impuestos: un robo legalizado

Probablemente una de las características más conocidas del estado es la recaudación fiscal, esto se debe a que los impuestos no son sino los ingresos del sector público con que éste puede financiar diversos proyectos de inversión, como lo puede ser la seguridad nacional, la educación o los programas de apoyo a los sectores más desprotegidos. En el marco de esta definición parece ser que desde pequeños se nos instruye bajo una premisa tajante: pagar los impuestos es la obligación de todo ciudadano responsable. Esto significa, en otras palabras, que el pago de impuestos es equivalente a ubicarse entre la élite de las personas con mayor calidad moral. Nunca hacen falta los comentarios reprobatorios por parte de las personas que sí pagan impuestos ante los temidos evasores fiscales. En época de campañas electorales es común que al menos un candidato hable sobre la manera en que se deben recaudar los impuestos para así financiar diversos proyectos. La gente, pues, ha aceptado que en realidad los impuestos son necesarios en toda sociedad. ¿De dónde obtendrá recursos el estado si no es por medio de la recaudación? Plantear una vía alternativa a las altas cargas impositivas es poco más que un sacrilegio para los adeptos al pago de impuestos. Incluso se llega a decir que la base tributaria debería ser más fuerte para los ricos con tal de que éstos contribuyan al bienestar del país.

Los impuestos, no obstante, lejos de ser la maravilla que nos puede llevar de la mano a la tierra prometida de la igualdad social, son un instrumento de coacción por parte del estado. Ésta sería una afirmación gratuita si no tomáramos en cuenta los fundamentos éticos de la propiedad privada. Hay que aclarar desde un primer instante que el motor de una economía de mercado es la propiedad y el instrumento que hace funcionar a ese motor se llama dinero. Esto se debe a razones que no explicaremos aquí, así que basta con saber que a través de la historia el dinero ha jugado un papel fundamental en el desarrollo de las naciones. Este medio de intercambio nació de la necesidad de las personas de encontrar un bien cuya liquidez fuera perfecta. Los metales supusieron el vehículo idóneo para el intercambio entre bienes. Pero esto no se centra sólo en las mercancías, sino que también se extiende al trabajo. El salario, lejos de ser un instrumento de explotación, es la retribución que el empleador le da al trabajador porque el primero valora más el trabajo de la persona y el segundo valora más el dinero que recibe a cambio. Podemos llamar esto como ingreso, que es el fruto tangible en el que se transforma el trabajo humano, y como tal se vuelve de su propiedad.

El estado, al buscar un medio de obtener ingresos, necesita imponer (de ahí la famosa palabra) una cuota a las personas, ya sea bajo la figura del impuesto sobre la renta o un impuesto sobre las ganancias, los bienes que se tienen, entre otras cosas. La coerción aparece en el momento en que el estado incauta los ingresos de las personas sin su consentimiento para darles un destino ajeno al inicial. Los impuestos no son opcionales, como algunas personas llegan a creer, sino que más bien son un instrumento para absorber parte de la propiedad de las personas con el fin de alimentar a un ente abstracto, el estado. En tanto una persona no desee entregar parte de lo suyo para financiar lo de alguien más, esto deberá ser considerado como un acto de violencia, puesto que la violencia no implica sólo daño físico, sino más bien un daño ético a las personas.

Otro argumento a favor de los impuestos es el que veníamos comentando al inicio de este artículo: que el estado los necesita, sí o sí, para financiar proyectos que nos beneficiarán a todos. Esto no es más que una falacia del tipo ad populum y esto es así porque el empresario o el individuo no querrán entregar parte de sus utilidades e ingreso respectivamente. Quizá los argumentos morales sean válidos, ¿a quién no le gustaría que todo el mundo viviera dignamente? Bajo ese argumento el estado se escuda al momento de recaudar, porque como habitantes de una nación, se nos dice, tenemos la obligación moral de aportar algo para el bienestar general, porque si todos nos indignamos al ver a huérfanos en la calle, el estado debería crear albergues para dichos niños con nuestro dinero. Las implicaciones éticas son distintas, porque un bien no se justifica con una coacción. El ejemplo clásico: ¿estaría usted dispuesto a que se apropiaran de su casa y la utilizaran para construir un orfanato, sin que esto signifique que volverá a tener dicha propiedad? Muy diferente sería si, por ejemplo, una ONG gestionara las aportaciones individuales y voluntarias y que con ellas se crearan orfanatos y albergues con dinero lícitamente obtenido.

Hay otro argumento más: si no es con financiamiento del estado, ¿con qué saldríamos de los problemas económicos como las depresiones y las crisis? Éste es un pensamiento eminentemente keynesiano y se puso de moda luego de la crisis del 29 en Estados Unidos. Keynes decía que, mediante el aumento en el gasto público, era posible estimular la demanda agregada, con lo que el consumo aumentaría, movilizando así a la economía y sacándola de la crisis. El gasto público, además, generaba las condiciones necesarias para el pleno empleo, y bajo tales circunstancias la economía nacional tendía a recuperarse. No obstante ocurre algo muy interesante con la percepción individual. Si pregunta usted a alguien que no sepa nada de economía qué es lo que hay que hacer en momentos difíciles, probablemente la respuesta sería ahorrar. La histeria colectiva, en cambio, se dejó engañar por la idea keynesiana del gasto público y de la conocida política de contratar a gente para hacer huecos y que otros lo tapen. Las crisis se deben a una mala coordinación entre el mercado y los individuos por un mal manejo en la información económica (como lo son las tasas de interés, el crédito y la oferta monetaria), y las depresiones son momentos de catarsis donde se liquidan malas inversiones, un momento en el que es necesario ahorrar para canalizar el dinero en proyectos sostenibles a largo plazo. Que el gobierno siga gastando implica sólo una cosa: que nuevamente crezca la burbuja que en su interior contiene la crisis.

Los impuestos no deberían ser ni siquiera un mal necesario, son lo que son: un robo legalizado por parte del estado hacia los individuos y su propiedad, que sólo se justificarían si fueran aportaciones voluntarias de las personas para acceder a un bien común.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.