Sociopolítica

¡Agua va!

El alcalde de Zaragoza, Juan Alberto Belloch, en la clausura de la Expo

Eso –¡agua va!– gritaban a los transeúntes las madrileñas asomadas a los balcones de sus casas antes de que el Canal de Isabel II empezase a trasvasar el contenido del Lozoya a las tinas, perolas y palanganas de los vecinos de la Villa y Corte. Y acto seguido caía un roción de aguas fecales o simplemente, en el mejor de los casos, jabonosas y con pelusillas sobre el pavimento o sobre las tocas, chales, chambergos y capas de los peatones (y las peatonas, diría la Aído) que no se apartaban a tiempo.

Algo parecido ha gritado el alcalde Belloch, desgañitándose por todos los medios de comunicación puestos a su alcance, desde que hace tres meses tuvo la ocurrencia de financiar con pólvora de los contribuyentes una Expo tan inútil, frívola y estúpida como lo son todas las iniciativas de esa índole.

Lo malo es que en esta ocasión no sólo se derrochaba a espuertas el dinero público (y el privado, supongo, porque hay mecenas idiotas para todo) en plena debacle de la economía, sino que también se derrochaba el agua en un país que a pasos agigantados de galopante desertización se está quedando sin ella.

Muy bien, señor Belloch. Nos lavaremos con vino de Cariñena y haremos rogativas a la Pilarica para ver si nos envía unos cuantos ciclones del Caribe y un buen maremoto con epicentro en el delta del Ebro. Ya se sabe: Dios no ahoga, y su Madre, menos, aunque tal como están las cosas, con los pantanos secos y los trasvases taponados por la demagogia de los caciques y el patrioterismo de boca chica de los lugareños, más valdría que lo hicieran. Ahogarnos, digo, en eso que antes llamaban las buenas gentes de mi infancia alicantina agua del cielo.

Recogía Cela en su Viaje a la Alcarria esta graciosísima coplilla: No he visto gente más bruta / que la gente de Alcocer / que echaron el Cristo al río / porque no quiso llover. O algo así, porque cito de memoria y sin ánimo alguno de ofensa a los naturales de ese pueblo, a cuyo sentido del humor me acojo.

Confiemos en que la Pilarica, si las cosas se ponen mal y sigue sin caer agua del cielo, no termine en la del Ebro, devorada la pobre por las poderosas mandíbulas bivalvas de los mejillones cebra.

Fui a la Expo de Sevilla, hice colas, me aburrí tanto como deben de aburrirse los citados moluscos de agua dulce y salí maldiciendo la hora en la que se me había ocurrido jugar a ser borrego numerado.

Fui a la Expo de Tsukuba, en Japón, que lo era de carácter científico y tecnológico, y ni les cuento. El coñazo fue de los que no se olvidan. Comprobé que el hombre tropieza dos veces, efectivamente, en la misma piedra. Sírvame de disculpa la coincidencia fatal de que era yo a la sazón profesor de literatura y lengua española en la universidad del citado enclave, y la dichosa Expo me pillaba cerca.

Fui a la Expo de Aichi, junto a la ciudad de Nagoya y siempre en Japón. Horror de horrores, tedio de tedios, horterada de horteradas. ¿Qué no quieres arroz con palillos? Pues dos tazas, y tres tropezones, por cierto, en la misma piedra. Aquello parecía simposio universal de oficinas de turismo provistas de carteles, folletos y souvenirs de cartón piedra. En el pabellón español funcionaba un tascucio de mala muerte en la que los más conspicuos caraduras de la cocina creativa y bulliciosa engañaban a los japoneses sirviéndoles las peores tapas que he tomado en mi vida. También tengo disculpa: la del vil metal. Formaba yo parte de la delegación oficial de mi querida tierra de Murcia. Me habían contratado sus capitostes, buenos amigos todos y gente de lo más agradable, para que los pastoreara por el país en el que tantos años he vivido. Cumplía, pues, con mi deber laboral.

¿Debo aclarar que no he ido a la Expo de Zaragoza? No lo habría hecho ni a palos de mula ciega. No hay dos sin tres, dicen, pero tres con cuatro habría sido ya pecar de masoquista y gilipuertas. Menos mal. Lo que se veía por la tele era terrorífico, y lo peor, siendo todo malo, eran las monstruosas colas de serpiente del lago Ness que empezaban en la boca de los pabellones y terminaban en el culo del infinito. Oí en la caja tonta, y bien me está por encenderla, testimonios de mirones que, según decían, se habían pasado más de cinco horas plantaditos a pie enjuto en la fila de no sé qué. Y no sólo no se avergonzaban de semejante locura y desmesura, sino que se deshacían en elogios de lo visto y anunciaban –lo que aún resulta más pasmoso– su intención de reincidir y volver al día siguiente.

En Soria, de momento, que yo sepa, no va a haber ninguna Expo, pero todos los días, por si acaso, le pido a san Saturio que no nombren a Belloch ni a Gallardón alcaldes de la ciudad. Lo del segundo lo digo por la candidatura olímpica de Madrid. No hay nada más peligroso que un alcalde emprendedor. ¡Miren la que armó el de Móstoles! Por su culpa no está la torre Eiffel en Madrid.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.