Sociopolítica

Discotecas

Los balineses creen que el paraíso es idéntico a Bali. Uno se muere, pero su vida sigue tal como era. ¡Fantástico optimismo! ¡Ya me gustaría a mí que lo de ultratumba fuese como era Bali antes de que el turismo la devastara! Llegué a esa isla en septiembre del 68 y allí, en efecto, estaba el jardín del Edén. Luego llegaron las discotecas. Los islamistas pusieron una bomba más feroz que el lobo de esta columna en una de ellas. Ahora acaban de aplicarles la pena capital. No eran balineses, porque Bali es hinduista. Quienes perpetraron aquel crimen se pudren ya en el infierno. ¿Se atendrá éste al modelo escatológico de muchas de las víctimas? ¿Será idéntico al lugar en el que murieron doscientas personas? ¿Seguirá siendo la depravada vida de sus asesinos tal como era antes de que Satán los acogiese en su seno? Lo digo porque todas las discotecas, aquí y en China, o en Bali, son un infierno en el que reina a sus anchas la depravación. Lo de Álvaro Ussía no es anécdota, sino corolario fatal de una lógica inexorable. Tenía que suceder, ha sucedido y sucederá. Noche madrileña de san Valentino y tragedia griega. Concurren en el episodio las tres fases de ésta: nudo dramático (muerte del protagonista), agnición (toma de conciencia por parte de los actores y los espectadores) y catarsis de los unos y de los otros al descubrir que el tañido fúnebre de El Balcón de Rosales dobla por la sociedad. Confiemos en que lo primero, en contra de mi vaticinio pesimista, no se repita, en que lo segundo no se nos olvide y en que lo tercero no sea pólvora en salvas demagógicas lanzadas por unas autoridades que sólo se acuerdan de santa Bárbara cuando las municiones guardadas en el pañol revientan. He ido seis veces en mi vida a otras tantas discotecas. Las recuerdo perfectamente, una por una, porque en las seis ocasiones pensé lo mismo: así debe de ser el infierno. Oscuridad, humo, orgía de decibelios, incomunicación, restregones de bolobos y contorsiones de neandertales poseídos por el amok, berridos de licántropos en noches de luna llena y barridos de llamaradas estroboscópicas, cancerberos nazis de espaldas como paredones de fusilamiento y cabezas con aspecto de hachas de sílex, narcotraficantes, macarras, horteras, chicas gogó que no hubiesen desentonado en Babilonia, pinchadiscos con ínfulas de directores de orquesta, matarratas servido a granel y aliñado con drogas de garrafón, y zafarrancho de animalidad generalizada. En ninguno de esos sitios aguanté más de diez minutos. Preferiría pasar el fin de semana entre barrotes antes que volver a una discoteca. Por mí, que las cierren todas. Ya sé que no lo harán. Quien lo haga, perderá votos, o eso cree, y por añadidura lo llamarán fascista. España no es un estado de derecho, sino de derechos: los de los delincuentes. Las víctimas –los jóvenes, sus padres, el vecindario- nunca tienen razón, y ni siquiera pueden refugiarse en Bali. Allí también hay discotecas. Y turistas. El infierno ya no empieza después de la muerte. Es un lugar hecho a imagen y semejanza del mundo de hoy.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.