Sociopolítica

Desierto intracraneal


Almería. Parque Natural de Cabo de Gata. Paisaje semidesértico, único en Europa. Las mejores playas de Andalucía; probablemente, de las mejores de España. Calas emblemáticas, rinconces arenosos en un enclave de acantilados áridos, minerales. Arenas blancas; a sus espaldas, kilómetros de desierto; en frente, cristalinas aguas del Mediterráneo. Playa del Monsul, de Los Genoveses, de Los Muertos, del Plomo, etc. Espacios naturales, de corte hippie y naturista, playas a las que acceder para evadirse, para olvidar la masificación de las ciudades, la masificación de las playas de por sí masificadas. Playas en las que olvidar calles, chiringuitos, la arena sembrada con sombrillas y neveras, la orilla llena de críos y menos críos jugando a la pelota; parajes de ensueño para perderse, durante un tiempo, entre el silencio y el sublime entorno.

Cala del Plomo. Tras tomar un desvío, 7km de carril sin asfaltar. Si no se dispone de un todoterreno, la velocidad máxima recomendable si uno no desea destrozar la amortiguación de su vehículo es de 20km/h. Son unos 20min de trayecto en pleno desierto; árido, amarillento, rocoso: el paisaje es único, imponente, sublime. Llegando al final del carril, comienzan a divisarse los primeros coches; y comienzan a divisarse los segundos; los terceros; los cuartos. Una vez ahí, se divisa claramente que el de uno no es el único coche en esta emblemática playa: es uno entre ochenta. Comprensible. Todo el mundo desearía acceder a lugares de ensueño, mas es un lugar público. Unos señores con sus caravanas a pie de playa, aquéllos a los que llamamos ‘hippies’, alguno de ellos desnudos correteando por la arena: fantástico. Familias y grupos de colegas con sus tiendas, sus mesas, sus bolsas con comida y sus juegos: genial. Buscando un hueco entre los ahí presentes, puede uno colocar su toalla sobre la arena, disfrutar del sol almeriense, darse un paseo entre los acantilados y las singularidades del paisaje, refrescarse en esas aguas turquesa que se abren al Mediterráneo. Todo un privilegio: el paraíso a unas horas de casa, a unas horas de la jungla de cemento.

Sin embargo, entre tanto paisaje idílico comprensiblemente superpoblado, no todo es tan ideal ni tan bonito. Tan pronto como uno se levanta de su toalla para darse ese merecido chapuzón, se encuentra, a sus pies, una botella de plástico tirada en la arena; un giro de 180º muestra que, a cinco metros, hay una papelera bien grande que, supuestamente, está ahí colocada para arrojar en ella desechos como, por ejemplo, la dichosa botella. Depositada ésta donde le corresponde, uno deja sumergir lentamente su cuerpo en las cálidas aguas, dejando que las algas acaricien, empujadas por la corriente, los pies hundidos en la arena; a pocos metros, vista frontal, algo azul se deja ver entre las olas; ni más ni menos que una bolsa de basura, ahí, flotando sobre las cristalinas aguas. Piensa uno que el lugar que le corresponde a esa bolsa es el mismo que le corresponde a la botella, por lo que amablemente se dirige a este punto a depositar, junto a la misma, dicha bolsa. No sin antes darle con el pie a una lata de cerveza que hay tirada en el suelo, a pocos metros de esa misma papelera que ya se nos ha convertido en un ‘alguien’ familiar. Tras la recolecta, qué mejor que echarse un rato sobre la toalla a disfrutar de esa calma relativa que se respira en el aire desértico que rodea la playa; conforme va atardeciendo, el Sol se va ocultando tras unas sinuosas colinas, coloreando con tonos violáceos el momento de abandonar la playa: un último baño refrescante, consciente que pasará bastante tiempo hasta volver a tal sitio, es obligación. Baño que, como colofón, culmina con una bolsa de patatas ‘Lays’ rescatada del agua. Toalla, camiseta, coche. Adiós, playa del Plomo. El año pasado uno tuvo el privilegio de visitar, entre otras, la maravillosa playa de Genoveses, una extensa franja de blanca arena abierta al mar en pleno valle desértico. Tuvo uno, como una anticipación a lo que sería el lastre del Plomo, la experiencia de ver, a sus pies, sobre esa maravillosa arena, botellas de cristal, bolsas de plástico y demás residuos que algún visitante, uno entre tantos que deseaba disfrutar del maravilloso paisaje y las mejores playas de Andalucía, en pleno Parque Natural, dejó ahí habiendo un contenedor de basura a escasos metros.

Uno, o sea, servidor, no se considera hippie. No se considera naturista. No se considera ecologista ni se identifica con ningún valor que otros, asumiendo una ardua tarea, sí defienden a costa de sus propias libertades, en muchos casos. Sin embargo, más allá de los valores ecologistas, más allá del discurso de conciencia, de generación de conciencia, aquélla que tratará de sensibilizar al ser humano con la naturaleza y reconciliar a la segunda con el primero, pues a fin de cuentas, son uno y ambos la misma cosa, la misma realidad, la madre del hombre y el hijo de la Tierra; más allá de este discurso, el cual debe ser materia de la enseñanza en escuelas y demás centros educativos, a uno, a servidor, a Sebastián, aquí presente, sólo le queda como turista, como persona de dos piernas y un apéndice óseo relleno de carne gris cosido al cuello, como persona que tiene dos ojos y que gusta, como a cualquiera de los que condujeron los ochenta coches en el Plomo, la crítica que, como tantas otras veces, se ceba de lo mismo hacia los mismos:

¿Acaso nos hemos vuelto gilipollas? ¿a quién se le ocurre hacer kilómetros, adentrarse en un Parque Natural, espacio único, para meterse en una playa y dejar ahí sus desechos como si se tratase aquello de un vertedero? ¿en qué pretendemos convertir nuestro medio, nuestra casa, nuestro ‘yo’ formalizado en piedras, plantas y animales? ¿en otra jungla de cemento? ¿en otra playa de mierda, para gente de mierda y mediocridad elevada a la enésima potencia? Ésa es mi crítica, ésa es mi impresión, mi frustración ante la evidencia de que las personas, con nombre y emociones, cada vez más y progresivamente, nos estamos volviendo más frívolas, inconscientes, perezosas e imbéciles. Y me importa bien poco hasta dónde le llegó la educación o el saber estar a aquel desgraciado que pensó que tirar una bolsa de plástico al suelo en pleno Parque Natural, en una cala de postal que todos y cada uno debemos mantener limpia con el simple gesto de usar unas papeleras expresamente habilitadas para ello: ese tipo no se merece mi respeto.

Una muestra más. Otra más. Avanzamos juntos, de la mano, hacia la deshumanización del humano. La cultura de la no-cultura, la del bárbaro sin patria que sólo sabe rebuznar como un asno: señores, dais asco. Que me llamen ‘rebelde’ (esta frase se la dedico a un caballero que, si lo lee, se dará por aludido): la mayor basura con la que pudo toparse el Plomo, aquel 15 de agosto, era ese grupo de inconscientes que, como elementos de un grupo, contribuyen a que, entre todos, tengamos que llamarnos, todos y cada uno, ‘personas diferentes’.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.