Sociopolítica

El Tratado de Paz de Salou

Sección : Las migas del almuerzo

Les voy a contar una historia. En tiempos de mis años veinte, yo vivía en un primero de una calle estrecha y umbría; si asomaba el bozo de entonces, las barbas de ahora, a la ventana de mi habitación podía escuchar las conversaciones de los vecinos de enfrente y si me apuran, en noches haraganas, hasta estirar el brazo y mojar con pan los huevos fritos de la abuela del edificio anejo. Era como una corrala, de esas que se estilaban en Madrid, sólo que la calleja no acababa en plaza y los coches pasaban zumbando los bolardos.

Todo empezó un día en que el vecino de arriba regó más de la cuenta sus geranios. Vamos, que se le fue la mano con la botella de Fontvella reciclada, y en consecuencia, irrigó la colada que mi madre había tendido en el balcón. Avisado del desafortunado suceso, el susodicho vecino, muy ufano, sólo se dignó a decir: Pues, mira, son cosas que pasan, tienda usted la ropa a otras horas. Como comprenderán, ya nada volvió a ser lo mismo en la comunidad, porque esas menudencias vecinales suelen acabar, ya se sabe, en las de Trafalgar. La guerra se extendió a todos los frentes: si él nos robaba el felpudo, nosotros le llenábamos el buzón con toda la propaganda posible; si él zapateaba sus tangos sobre nuestras cabezas, nosotros poníamos la televisión a todo volumen. En las juntas de domingo de resaca, lejos de apaciguarse los ánimos, se encendían aún más si cabe. Que si su hijo se trae fulanas al ascensor; que si el suyo ha escrito una sandez en el portero automático. En fin, fueron años y años de enconadas y subrepticias batallas, hasta que, tomando las del un poquito de por favor, decidimos vivir nuestras vidas simulando que el otro no existía.

Hasta que un verano, previo consenso familiar, decidimos pasar unos días de vacaciones en Salou, cuando Salou aún no tenía porteros de discoteca a la entrada del municipio. Y sucedió lo inesperado: mientras agostábamos el asueto en un chiringuito del paseo marítimo, lo vimos, sentado una mesas más allá, tomando una horchata, muy bien acompañado por una guiri muy flaca y muy desentendida del idioma patrio. Él también nos vio. Y sonrió, como quien se encuentra con viejos amigos, se acercó a nosotros, nos presentó a la gachí sueca y nos invitó a una ronda. Luego nos llevó a su apartamento y nos agasajó con una espléndida paella a la leña. Ninguno quiso hablar de felpudos desaparecidos, ni de altos volúmenes; ni siquiera del toque de queda para tender la ropa o de lo crecidos que andaban sus geranios. Y así, sin más, de esa manera tan sencilla que a veces no logramos entender, nuestra guerra de tantos años quedó enterrada allí, en la Costa Dorada. Aún lo recordamos en el rellano de la escalera, entre risas. Lo llamamos el Tratado de Paz de Salou.

Entiendo, sí, que me tomen por un histrión optimista y exagerado, cuando se me ocurra la pamplina de comparar las Naciones Unidas con Salou. Pero me han dicho que allí, en su sede de Nueva York, el presi Zapatero se va a reunir este lunes con Mohamed VI, rey de Marruecos, para tratar “esos pequeños conflictos vecinales”. Podría objetarse que si no sería mejor, teniéndonos tan a mano, pactar la reunión más cerca de la corrala. Por suerte -juzguen ustedes si buena o mala-, aún existen lugares neutrales entre España y Marruecos, sin necesidad de que nadie entre en territorio hostil. A Gibraltar, me refiero, claro.

Pero en fin, entiendo las reticencias, porque a veces es mejor reunirse lejos del campo de batalla para que las visiones se suavicen y haya otros intermediarios gachís que nos hagan ver la vida de diferente color. Por cierto, tengo un viaje pendiente a Torremolinos, donde sé que veranea un vecino que no paga las cuotas. Es lo malo de ser presidente. De la comunidad, claro.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.