Sociopolítica

Santa Claus paga a plazos

Feliz Navidad.

Sí, porque ya estamos en Navidad. Las calles se han llenado de luces, los escaparates de las tiendas ya están adornados, los supermercados ya están provistos de toneladas de turrones y mantecados estepeños… ¡desde hace más de dos semanas!

O mi versión de Windows está corrupta, o va a resultar que estamos hoy a día doce de noviembre. Madrugada del doce de noviembre para ser más exactos. Conozco poco acerca de las fiestas, pero si en estos veintisiete años no me han tomado el pelo, la Navidad se corresponde con el veinticinco de diciembre; el día anterior, Nochebuena. Luego, ¿a qué se debe que tanto el mobiliario urbano como los establecimientos lleven desde finales de octubre listos para las fiestas? ¿Acaso Jesús fue prematuro? ¿Los Reyes Magos vienen desde oriente montados a lomos de tortugas? ¿La estrella fugaz es en realidad el cometa Halley y nos vamos a ir todos a tomar por culo? ¿Papa Noel se va al Caribe?

Pude ver hoy las noticias. Todo esto tiene una explicación científica y rigurosa. Se lo voy a contar de tres maneras: la que se deben creer, la que deben pensar y la que deben leer por encima. Lo que no voy a especificar es cuál de esas tres maneras tienen que leer de tal o cual modo.

Hacer las compras en vísperas de año nuevo (el del calendario) es tedioso. Los supermercados se llenan de gente hipnotizada por villancicos -este año versionados por Justin Timberlake y Papá Pitufo-, los centros de ciudades o pueblos están mucho más transitados que de costumbre, la Play Station 3 que le quiere comprar a su niño de seis años (juego de matar moros con una uzi incluido) está agotada en todas las tiendas, no hay uvas frescas o éstas están a cinco pavos el kilo, etcétera. Usted, consumidor racional dotado de juicio crítico, algo así como la herencia kantiana reformada por la teoría de juegos matemática, no desea esperar largas colas ni dejar el pavo para el último momento: haga las compras ahora, que la cosa está tranquila, así podrá usted disfrutar de la paz y la tranquilidad de su hogar y los suyos mientras otros, consumidores rezagados, de ésos que lo dejan todo para el último momento y brindan con Rondel, pasan largas tardes agobiados como imbéciles detrás de los mostradores de cualquier tienda. Teoría uno: la Navidad se ha adelantado para que ilustres compradores como usted puedan aprovisionarse de antemano.

Por otro lado, debemos recordar que estamos en crisis (sí, tanto que hace poco hubo una huelga general, no sé si la recuerdan). Los negocios pueden aprovechar la llegada de las fiestas, a las que les quedan más de siete semanas, para tratar de este modo de remontar un poco el último trimestre del año, que, siendo realistas, ha sido una soberana mierda. Así que nada mejor que matar dos pájaros de un tiro: por un lado salvamos este año que ha sido para echarse a llorar y por otro lado satisfacemos las necesidades del consumidor previsor, ése que se pasea en manga corta a principios de noviembre, a 20ºC, mientras sobre su cabeza pende el maravilloso cableado con luces contratado por su Ayuntamiento al primo de la alcaldesa. Este año regalaremos menos pero nuestros regalos serán más útiles -ya sabe, lector, estoy esperando ansioso un subfusil con el que darme un paseo por la calle-, y en lugar de pagar seiscientos pavos por el kilo de percebes, que deben estar buenísimos pero a mí sólo de verlos me entran ganas de vomitar, pagaremos menos por langostinos congelados. Teoría dos: la Navidad se ha adelantado para que los negocios remonten su pésimo año.

Advertirá que ésta es la tercera versión. Básicamente, somos gilipollas. Sí, gilipollas. Desde la ‘g’ hasta la ‘s’ pasando por todas y cada una de las letras. Pero, oiga, que una palabra fea de vez en cuando no viene mal, además que está escrita desde el cariño. Aún faltan sietes semanas para unas fiestas que, se crea más o menos en ellas, representan unos valores que por tradición hemos arrastrado, aunque sea a patadas, a lo largo de nuestra historia contemporánea: la Navidad es época de reencuentro familiar, de risas con los amigos, de niños dando por culo por sus regalos, por un buen rollo que se respira en la calle que no se puede ni comparar con llevar unas plumas de ganso metidas en los calzoncillos. En Navidad se olvidan, muchas veces, las rivalidades familiares o entre amigos: ese hijo cabrón se toma un pelotazo con su padre al que siempre trató como un extraño, ese abuelo recibe la atención de sus nietos mocosos aunque sea para sacarle cuatro duros (euros, perdón), aquel colega capullo al que no soportas -sin saber por qué- te alegras de verlo y le das una palmada en la espalda… incluso algunos, los verdaderamente creyentes, sienten las fechas como algo especial. Teoría tres: somos de los que riman.

Porque lo que menos importa en Navidad es todo eso que solía caracterizarla. La Navidad empieza siete semanas antes, a golpe de tarjeta y chapa, a costa de que empresas de todas las magnitudes nos desvalijen los ingresos que, dicho sea de paso, tanto cuestan traer a casa y mantener. Es evidente que el dueño de la tienda de abajo, la que hace esquina, está frito por vender algo si no quiere que su negocio lo cojan los chinos y lo conviertan en un bazar; es evidente que vamos a gastar, porque sí, porque así se nos ha criado desde la cuna y así vamos a morir, como consumistas de mierda. Todo eso es muy bonito. Pero, por favor, echemos un poco de cabeza. Que el gasto medio por familia en Navidad supera los ochocientos euros: y para el que no entienda de números, ochocientos puede ser la media entre 1.599€ y 1€. Es imperdonable.

Me parece que no ha quedado claro cuál de las tres versiones es la que debía leerse sin parpadear. Tengan ustedes unas felices fiestas, que diga, unas buenas noches.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.