Sociopolítica

Guerra y crisis

Lo que está en juego ahora mismo no es sólo el sistema financiero, sino el sistema político mismo, que está asentado sobre la alternancia en el poder entre las dos corrientes políticas tradicionales en el mundo occidental: la conservadora y la socialdemócrata. Éstas además, se reparten el poder dentro de las sociedades occidentales.

El sistema financiero vigente y nuestro sistema político están profundamente arraigados el uno en el otro, viven en simbiosis, y se protegen y encubren mutuamente. El sistema financiero es el instrumento fundamental para el ejercicio del poder político, el poder que ejercen los políticos cuando gobiernan. Sin instrumentos financieros ni instituciones financieras, los gobernantes no tendrían capacidad real de ejercer el poder. Por su parte, el poder político, los gobiernos, protegen el sistema financiero, esencialmente mediante los bancos centrales que monopolizan la emisión de moneda, y la política fiscal, es decir, los impuestos y los gastos del estado.

El sistema financiero mantiene al sistema político, y viceversa. Esta es la realidad, menos obvia de lo que a simple vista parece.

Sin embargo, la crisis que padecemos nos está revelando que el sistema financiero es insostenible. Éste pende de un hilo en toda Europa, en el mundo occidental, a causa del estallido de la burbuja del crédito. Pero los que nos gobiernan, los partidos tradicionales europeos, aún sabiéndolo, no quieren que los ciudadanos sean conscientes de ello: la maraña entre política y finanzas es tal, que les va su existencia en ello. Si cae el sistema financiero, cae nuestro sistema político.

Por eso, en vez de proponer una reforma del sistema financiero, que a todas luces es obligado, sus soluciones siempre se manejan en los mismos ejes de coordenadas: más emisiones de deuda soberana o más liquidez o más austeridad fiscal.

El problema que estamos encarando estos meses es que el sistema financiero actual está diseñado de tal manera, que la única de estas tres variables que pueden prolongar a largo plazo su continuidad  es la austeridad. Las políticas de ajuste fiscal, si son de gran austeridad, tienen la capacidad de corregir el mal funcionamiento del sistema. Así, la austeridad actúa como si rebobináramos el hilo de una cometa, para una vez estabilizado el sistema en sus valores iniciales, volver a soltar hilo y dejarla volar de nuevo.

La mala noticia es que esta solución obliga a muchos más impuestos, por arriba en la contabilidad nacional, y muchos menos gastos del estado, por abajo. Es decir, muchos más ingresos para pagar deuda soberana, y mucho menos estado del bienestar.

Por eso, hasta ahora los gobernantes europeos han dado más importancia a la inyección de liquidez y la emisión de deuda soberana: es la huida hacia adelante.

El problema es que el binomio deuda-liquidez está abocado al descontrol y a una espiral inflacionista si se prolonga en el tiempo. Y los políticos temen a la inflación descontrolada como al diablo mismo: el masivo empobrecimiento que ello puede provocar supondría casi inevitablemente el fin de su poder a manos del voto ciudadano.

Y es por todo esto, que llevamos desde el inicio de la crisis viendo cómo tratan de encontrar un equilibrio imposible. Y la realidad, es que todo va a peor. El equilibrio, por imposible, no llega, y la confianza en el sistema financiero, se derrumba poco a poco. A los políticos se les acaba el tiempo, y al sistema financiero también.

En este escenario, la vía de la austeridad severa se cierne imparable sobre nosotros. Y ello exige decirles a los ciudadanos que deberán vivir con muchísima menos renta disponible, que se les va a encarecer tremendamente el coste de la vida, y que el valor de su patrimonio se va a reducir dramáticamente tras sus esfuerzos de tantos años. Un discurso demasiado agrio, demasiado duro y antipático, para que ningún político quiera darlo.

¿Cómo hacer que los ciudadanos acepten la vía de la austeridad, sin que se desate una espiral de revueltas sociales, un levantamiento social generalizado?  ¿Cómo hacer que los ciudadanos estén dispuestos a hacer sacrificios hoy impensables y a la vez evitar que se revuelvan contra el sistema político actual, contra los políticos mismos? En definitiva, y al hilo de lo comentado al principio, ¿cómo imponer el despliegue de terribles medidas de austeridad sin que quede amenazado el sistema político?

La historia nos enseña que ello sólo es posible mediante una guerra. Sólo una guerra puede hacer que los ciudadanos aceptemos dócilmente una severa austeridad y las penurias económicas que ello conlleva. Sólo una guerra nos haría estar dispuestos a trabajar el doble, a pagar muchos más impuestos y disponer de mucho menos dinero. Así ha sido siempre. Porque los estados y los gobiernos siempre han recurrido a la existencia de un enemigo exterior, y han invocado la lucha por nuestro modo de vida, por nuestras familias, por nuestra supervivencia, para aglutinar el apoyo ciudadano, y así conseguir que aceptaran horribles sacrificios que en tiempos de paz eran inadmisibles.

La guerra es una tentación para el poder político: la peor de todas, la más abominable e inmoral. Pero la verdad es que en la lógica del poder, una guerra hoy permitiría a los políticos resolver el inmenso problema que tienen en sus manos: salvar a toda costa el sistema financiero. Porque salvando el sistema financiero, se salva el sistema político del que parasitan.

En las semanas atrás, hemos contemplado la escalada de tensiones diplomáticas entre Irán y el mundo occidental a causa del programa nuclear persa. Irán e Israel se cruzan amenazas de guerra cada dos por tres. Y recientemente Irán provocó al mundo occidental, patrocinando el asalto a la embajada del Reino Unido. En estos días, la UE y EEUU debaten la ruptura de las relaciones diplomáticas con Irán.

¿Se está preparando un escenario de guerra? ¿Están los políticos occidentales tratando de moldear la opinión pública, para que todos nos mostremos tolerantes y comprensivos con una acción bélica de gran magnitud?

Es obligado pensar que al régimen político iraní, una guerra le puede beneficiar. Hay que recordar que desde hace años existe una oposición política y civil, cada vez más organizada e influyente, que para el régimen de los ayatolás actual, es prioritario atajar y eliminar. Para el régimen iraní, una guerra contra el demonio occidental, podría ser la mejor de las excusas para dar un cerrojazo a las demandas de libertad crecientes, y emprender una acción de represión interna contra la oposición sin ninguna piedad. De esta manera, exterminada la oposición, el régimen podría garantizar su supervivencia unos cuantos años más, incluso décadas.

¿Y la Unión Europea y occidente? ¿En qué le beneficiaría una guerra que dispararía el gasto público y los impuestos para sufragarla?

Llegados a este punto, y en coherencia con todo lo anterior, es evidente que una guerra permitiría la prolongación en el tiempo del actual sistema financiero mundial.

Ojo, pensemos que no se trataría de ganar la guerra contra Irán. Ningún país occidental querría correr con el coste de vidas que ello exigiría. Se trataría tan solo de mantener un conflicto bélico de magnitud suficiente durante un periodo determinado para conseguir el mencionado rebobinado en el nivel de vida de occidente. El objetivo no sería aplastar al islamismo, algo inalcanzable y quimérico, sino resetear el sistema financiero unos cuantos años atrás, posiblemente a los niveles previos a la expansión monetaria de los 90, que luego degeneró en la burbuja de crédito que explotó en 2007.

El caso es que bajo la perspectiva de este análisis, una guerra parece que beneficiaría al sostenimiento tanto del sistema político de la UE como del régimen de Irán. Y este alineamiento de intereses de la Unión Europea con el régimen de los ayatolás, constituye un gas muy inflamable, al cual si se le aplica un pequeño chispazo, un nuevo incidente diplomático o violento, muy posiblemente estallará la guerra.

¿Es todo lo anterior un ejercicio de política-ficción? Sin duda. Pero somos ciudadanos libres y responsables de nuestro destino, y tenemos la obligación de observar los acontecimientos y alertar de las posibles perversiones del poder político. Nuestra conciencia, la mía en este caso, nos lo exige.

 Y es que la guerra, la maldita guerra, siempre es una opción para los gobiernos. 

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.