En los últimos cuarenta años que, redondeando, conforman el actual período de democracia que España ha conseguido disfrutar tras idéntico lapso de tiempo de una dictadura surgida por la guerra civil desatada por el desleal general Francisco Franco, dos peligros han llenado de incertidumbres y desasosiegos el alma de los españoles ante lo que se ponía en juego y podía perderse: el golpe de Estado del teniente coronel Tejero, del 23 de febrero de 1981, y la actual “crisis de los países desarrollados” –crisis crediticia, hipotecaria y de confianza de los mercados-, que surgiera en 2008 en los Estados Unidos a causa de las quiebras del banco de inversión Lehman Brother y de las compañías hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac, cuyas consecuencias han empujado al empobrecimiento de modo inimaginable a la mayor parte de los ciudadanos, sobre todo a partir de 2012, cuando el Gobierno conservador del Partido Popular emprende una política de recortes, privatizaciones y supresión de derechos y prestaciones sociales que conducen, llana y simplemente, al desguace del llamado Estado de Bienestar.
Tan abrumadora ha sido la sucesión de malas noticias que todo lo que podía ir mal en 2012, con Mariano Rajoy gobernando el país, no sólo ha ido mal, sino que ha ido peor. Ningún parámetro ha conseguido ofrecer mejoras y todos los sectores han dado señales evidentes de un deterioro imparable y, lo que es peor, han estado siendo perjudicados por las medidas anticrisis de una derecha que se guía por postulados ideológicos neoliberales.
En esta tesitura, ningún segmento social, excepto aquella élite rica e intocable, muestra su conformidad con unas decisiones gubernamentales que, dictadas sólo en beneficio de la fuerza del capital, hacen recaer el peso de los sacrificios y las penurias sobre los más débiles y indefensos de la sociedad: los trabajadores, los jóvenes, las mujeres, los niños, los pensionistas, los enfermos y los inmigrantes. A todos ellos les imponen la reducción de salarios, aumentos de la jornada laboral, encarecimientos de tasas y precios, eliminación de derechos y prestaciones sociales, la indefensión frente al empresario, una justicia de pago, los copagos y repagos en la sanidad y las medicinas, la desatención de los dependientes, el endurecimiento y encarecimiento de las becas, el retroceso en lo moral y en las libertades, subidas de impuestos, precios y tarifas en general, y, así, una larga lista de medidas que han conseguido, en su conjunto, el empobrecimiento de la población, la expulsión al desempleo de cientos de miles de trabajadores –hasta cotas históricas de paro- y la laminación de unas clases medias que, de la noche a la mañana, han dejado de serlo. Incluso los trabajadores públicos, los funcionarios de cualquier Administración (estatal, autonómica o local), se han convertido en víctimas del miedo al desempleo por la posibilidad-ya adoptada en alguna Comunidad- de perder la única garantía que “privilegiaba” su trabajo: el puesto vitalicio.
No es de extrañar, por tanto, que dos huelgas generales en el plazo de un año fueran convocadas para protestar contra esta suerte de ataques y despropósitos que reciben los trabajadores y los ciudadanos de este país desde que la derecha accediera al Gobierno de la Nación. Porque aunque es cierto que la “caza” ya comenzó bajo el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, en 2010, no ha sido hasta 2012, con Mariano Rajoy al frente del Ejecutivo, cuando la intensidad y su extensión del retroceso social ha atemorizado a los españoles, cercenando las tenues esperanzas de salir ilesos de la ruina. Primero fueron los mineros y los estudiantes, a los que se unieron más tarde, conforme iban viéndose afectados, jueces, médicos, enfermeros, maestros, rectores de universidad, mujeres, autónomos, ahorradores de bancos y cajas, etc., es decir, casi todos los estamentos de la sociedad han unidos sus voces para manifestarse en contra de los recortes y las privatizaciones que no sólo alteran y deterioran las condiciones y derechos laborales, sino que ensombrecen un futuro de progreso y bienestar. Este panorama tan negro ha instalado en la gente la percepción de que 2012 ha sido un año de pena, una auténtica pesadilla.
Sin embargo, no parece que vaya a ser el único año calamitoso, a tenor de lo expuesto por el Presidente de Gobierno en el balance anual televisivo de su gestión. En su declaración, Mariano Rajoy avanzó nuevos “ajustes” y mayores esfuerzos para “controlar” el desbocado déficit de la economía española, por lo que pidió la “comprensión” de los ciudadanos ante unas políticas que reconoció duras y difíciles, pero imprescindibles, a su juicio, para una afrontar una situación sobre la que planea la sombra del rescate, más despidos y el cierre de empresas en el sector público, nuevos recortes en el gasto que se trasladarán a las Comunidades Autónomas, y toda una serie de “reformas” que adelgazarán la Administración y asfixiarán unos servicios ya exánimes. Para alguien que se declara previsible, ni siquiera la reiterada referencia a la “herencia recibida” resultó una novedad en medio de tantas obviedades calamitosas.
Lo cierto es que asistimos en la actualidad a uno de los peores momentos de frustración y derrota –aparte del vivido con el golpe de Tejero- que sufre colectivamente la sociedad española, que asume con pesadumbre el negro porvenir que los que privilegian el dinero frente a las personas ofrecen a nuestros hijos. Un futuro tan descorazonador que ya nadie pone en duda que las nuevas generaciones vivirán peor que la de sus padres, aunque estén infinitamente mejor preparadas que estos. Con sueldos de supervivencia, sin apenas derechos y servicios, sometidos a lacerantes condiciones desreguladas del mercado, con el auxilio de los poderes públicos en continua extinción y sin un Estado que corrija los desequilibrios y las desigualdades, la vida del mañana se presenta a lo mejor sin déficit en las cuentas públicas, pero insoportablemente más injusta, insolidaria e inaudita que pueda pensarse, como si fuera consecuencia de una guerra o… un golpe de Estado. Es por ello que 2012 puede calificarle de pena. Una pena amarga.