Sociopolítica

El justiciero juzgado (y condenado)

Si Garzón es el juez más famoso de España, y si famoso es sinónimo de mejor, resulta que Garzón es el mejor juez de España. Curioso silogismo con el que comulgan numerosos compatriotas. Pero claro, qué se puede esperar de un país convertido en plusmarquista mundial en ediciones de Gran Hermano, que está a la cola de Europa en rendimiento escolar e índices de lectura, o que convierte en cuestión de Estado la maliciosa coña de unos humoristas franceses sin gracia -valga la perogrullada-. Así somos y así nos va.

Pero volvamos al justiciero Garzón. Sí, digo bien, justiciero, pues eso es lo que ha resultado ser, no un juez. Y es que, de hecho, ambos términos se encuentran mucho más cerca del antónimo que del sinónimo. Don Quijote, Robin Hood, el Llanero solitario, el Zorro, los héroes encarnados por Clint Eastwood, por Charles Bronson… Resultan innumerables los justicieros que la literatura, el cómic o el cine nos han ido regalando siglo tras siglo, década tras década. Personajes con los que simpatiza de inmediato el lector o el espectador, pues llegan donde no lo hacen policías, fiscales o jueces, es decir, a darle al criminal su auténtico merecido. Personajes dignos de admiración, pero siempre dentro de los límites de las páginas de una novela, de las viñetas de un tebeo o de la gran pantalla de una sala oscura. Y si traspasan esa mágica frontera que va de la ficción a la realidad, podrán seguir despertando empatía y admiración entre la gente, pero habrán de asumir, igualmente, el riesgo de ser requeridos por el imperio de la ley. Pero el asunto se complica de forma extraordinaria cuando uno de esos justicieros resulta que se enfunda una toga y se presenta ante la sociedad como juez. Son dos cosas incompatibles. No se puede estar en misa y repicando.

La vanidad y la ambición pierden a muchos hombres, y han perdido también de Garzón. Se creía intocable, invulnerable. Pensaba que el aplauso del pueblo le facultaba para hacer cualquier cosa. Y lo llevó todo al límite hasta precipitarse al abismo.

Supongo que lo que más le habrá dolido de la sentencia que le condena es esa terrible comparación de sus métodos de investigación con los de los estados totalitarios. Precisamente a él, feroz azote de dictadores seniles, estuviesen vivos o muertos. Debió olvidar que un juez ha de ver siempre molinos, y que los gigantes son cosa de artistas. Le ha ocurrido precisamente a él, para quien el fin no justificaba los medios cuando perseguía a los GAL, y que ahora, sin embargo, resucita sin inmutarse a Maquiavelo en forma de escuchas telefónicas. Y ha sido este, el de la arbitrariedad, su último gran pecado, permitiendo que su espíritu quijotesco y justiciero flaquease ante faisanes con más lengua que pico y matanzas perpetradas a golpe de hoz y martillo.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.