Karma

Sobre ritos y rituales

        Pretendo hablarles hoy, con llaneza y brevedad, de algo que me va rondando la materia gris desde hace meses. Me refiero a la necesidad del hombre contemporáneo de integrarse, como individuo social, en la órbita de ciertos rituales. Y como no quiero hacer de éste un artículo serio ni académico, sino todo lo contrario, les diré –con una sonrisa leve en los labios– que acabo de saborear un riquísimo té con pastas muy en línea con el ritual británico vespertino de las cinco en punto. Dicen que eso del té es un rito muy cool, o sea, muy fresco y a la moda. Pues nada, mejor que mejor. El caso es que a mí, tomando el té, me ha vuelto a las mientes esa idea que tanto me ronda la cabeza de un tiempo a esta parte: la extraña necesidad que tenemos, los seres humanos (las personas humanas deben ser de otra galaxia, así que no cuentan), de integrarnos en determinados círculos rituales de acción colectiva y también individual o incluso íntima.

      Aclaremos, antes de proseguir, que no es lo mismo rito que ritual; ni se usan tampoco ambos términos con igual sentido. El rito es una ceremonia o costumbre. Aunque, en una segunda acepción, también define el conjunto de reglas establecidas para un culto o religión. En cambio, ritual es el conjunto de actos rituales de una religión, iglesia o función sagrada. Sí, ya sé que nuestros académicos de la lengua no han depurado en exceso las diferencias entre ambos conceptos, pero así son las cosas a veces, algo ambiguas. Yo, sin pretender caer en un reduccionismo inadecuado, he pensado siempre que el rito es la senda por donde avanza la ceremonia; y el ritual, los diferentes pasos que el caminante da para avanzar por ella. Dicho de otro modo, el rito sería el camino y el ritual el modo y manera de recorrerlo.

Una dama cumpliendo el rito de tomar el té. Áleo de Jean Chardin

Desde el instante de nuestro nacimiento, nos vemos inmersos en un sinnúmero de actos que podríamos denominar rituales; el propio acto de venir al mundo cumple, en cierto sentido, el primero de ellos: la llegada, que a su vez viene regulada por unos rituales o modos muy establecidos por la sociedad.

        En fin, que vivimos atrapados por el rito. Lo hay en todo tipo de actividades humanas, en casi todas, incluso en los momentos más relajados e intrascendentes de nuestra diaria actividad. Francisco Umbral dijo un día, durante un desayuno académico en El Escorial –hace de esto muchísimos años, por desgracia– que hasta fornicábamos ritualmente. Y sin duda tenía razón, ya lo creo. Cumplimos rituales, o somos sujetos de los mismos, en el ámbito de las religiones (remito a los sacramentos católicos, sin ir más lejos, impregnados de pura ritualidad), en el tráfico urbano, en la convivencia social, en el mundo del arte y la creación, en la gastronomía y en mil otras diferentes facetas de nuestra vida en el mundo. El caso es que, si lo pensamos despacio, nos daremos cuenta de que aun invadidos por el rito y los rituales, ni siquiera somos capaces de percibirlos en su peculiar idiosincrasia.

        De ritos y rituales establecidos saben algo los que se dedican a la diplomacia; también los especialistas en protocolo, una cosa que está de moda de unos años para acá. Y nada digamos de los eclesiásticos, muchos de ellos actores principales del rito religioso. Y también saben de ritos los historiadores, los antropólogos y algo menos los sociólogos. Y los masones, claro, que no se me olviden los francmasones, que mantienen vigentes infinidad de ritos y rituales. Demasiados, me parece.

        Los rituales se valen a su vez de los símbolos, a modo de código visual, para que los caminantes iniciados sepan por dónde circular con mayor seguridad. No hace falta, supongo, dar ejemplos, sobre todo porque presumo de lectores muy lúcidos y perspicaces.

        Es innegable que tenemos necesidad de pautas, de rituales, y si éstos llevan implícita cierta carga de misterio y sacralidad, mejor. El rito nos conmueve, nos hace actuar, nos sumerge en atmósferas de diferenciación social y hasta nos obliga. El rito nos hace diferentes; o eso nos creemos nosotros en nuestro empeño estéril por hacernos valer ante los demás. Vamos, que el rito nos inunda, invade nuestro ser y nos ata a veces los tobillos, pero sin embargo lo necesitamos como el aire, como la brisa fresca que baña y rejuvenece el espíritu cada madrugada. Laín Entralgo escribió en sus memorias que tanto la vida como la muerte son realidades marcadas por el rito, algo que cualquiera suscribiría en la actualidad por evidente.

        El té que me acabo de beber –todo muy británico, ya digo, hasta la taza– me ha sabido a gloria bendita. Y es que a veces conviene reposar, tomarse un rato para uno mismo matando las prisas alevosamente y cumplir con el rito que marca la tradición, sea inglesa o no. Viene bien desconectar, hurtar algo de serenidad al ritual estricto de la vida rutinaria y saborear el dorado néctar de los sueños imposibles y vagos; sueños que, como todo el mundo sabe, habitan incontestablemente en los posos del té.

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Sobre el Autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española