¿EN DÁNDE ESTAMOS Y QUÁ‰ QUEREMOS? MIREMOS DE FRENTE LA VERDAD
Quien esté mínimamente despierto sabe que vivimos bajo sistemas democráticos tan aparentemente plurales como realmente atados a los mismos amos, tan legales como realmente ilegítimos desde el punto de vista social, ético, moral, espiritual, donde se deciden a diario cuestiones que nos afectan sin respetar la voluntad popular. A quien está despierto le parece natural y legítimo querer profundizar en esas cuestiones de fondo que permiten esta democracia formal pero no real; en esta mascarada parlamentaria representativa de la voluntad de los ricos y bloqueada a la participación del pueblo que asiste impávido a cómo sus teóricos representantes electos en las urnas se esconden tras los muros del Parlamento cuando sus electores se manifiestan contra las injusticias insoportables que vivimos. En cambio, tras los muros de ese mismo Parlamento se permite cada vez mayor injerencia de los tentáculos de las grandes empresas industriales y financieras en los ámbitos del poder político, económico, social y cultural. Tras esos mismos muros inaccesibles al pueblo soberano, pero burlado, se elaboran leyes a medida de los deseos de esos grupos y en contra del bien común, sin que quienes votaron en las urnas tengan otro derecho que el de protestar contra el muro de sordos protegido por los uniformados y votar cuando se le diga para volver a repetir lo mismo. La consecuencia de esto es la corrupción de las democracias y las instituciones públicas. Y esto, que nos aleja cada vez más de la democracia real y del bienestar colectivo, es lógico que deba preocuparnos y motive serias reflexiones y actuaciones, pues no existe causa sin efecto, y como las malas siembras nunca trajeron buenas cosechas no hay más que mirar alrededor para ver que el insoportable estado del mundo no puede tener más que un origen perverso.
Parecería de lo más normal que en un gobierno democrático se contase con la presencia activa en los hemiciclos de todo tipo de asociaciones ciudadanas, pues ¿no son ciudadanos lo que los gobiernos desean tener? Por tanto, ahí deberían tener cabida asociaciones de vecinos, de profesionales, de consumidores, cooperativas de todo tipo, círculos culturales, Ongs y todas aquellas agrupaciones de colectivos que pudieran aportar su propia energía al conjunto, y tuviesen que ver con la vida pública en todas sus manifestaciones, en lugar de dejar en manos de políticos profesionales distantes o sindicalistas burocratizados multitud de asuntos de interés cívico que podrían ser resueltos con la participación libre y directa de los ciudadanos. Pues, ¿no son los ciudadanos los que tienen que votar? ¿No son los ciudadanos los que legalizan el poder? ¿No son los que llenan las abundantes mesas de sus políticos? ¿No son, en definitiva, los que justifican la existencia misma de los Estados llamados democráticos? Pues ¿quién con mayor justicia que los ciudadanos puede decidir la forma de su Estado, los asuntos que deben ser resueltos por sus gobiernos locales y nacionales y los modos de llevar a cabo las soluciones de los problemas colectivos? Y, por supuesto, ¿quién con mayor justicia puede exigir que se cumplan sus decisiones? En cambio, quien toma las decisiones reales nunca es elegido, como es el caso de quienes dirigen instituciones tan antidemocráticas como el Banco Central Europeo, el FMI el Banco Mundial o la Banca Vaticana. ¿Y para quien gobiernan estos? Para sus amos: los grandes inversores y los poderosos clubs mafiosos de las diferentes multinacionales del armamento, la energía, los transportes y las comunicaciones, cuyos lobbies tienen instalados sus siniestros campamentos allá donde se tomen las decisiones públicas. Y todo eso está muy lejos de la voluntad de los pueblos, de su paz y de su bienestar.
No vale hacer promesas electorales para engañar a la gente, como hacen los políticos de oficio en sus campañas cirquenses para asegurarse de este modo ilícito el uso de un poder tan inmerecido como irreal, pues ellos siempre son mayordomos de aquellos otros que viven en la sombra y les presionan de mil maneras. En tal caso, el ciudadano normal debería disponer de los recursos legales necesarios para expulsar de sus escaños a quien daña los intereses generales. Parecería lógico,- ¿no es cierto? –exigir que dimitan los irresponsables, los corruptos, los ineptos, los que no acuden a cumplir ni sus horarios en los Parlamentos, y todos aquellos que eludan la responsabilidad adquirida al ser elegidos, pues el caso que ninguno dimite voluntariamente por honestidad personal.Tal cosa solo es posible en una sociedad civilizada con una democracia real. Sin embargo, nada de esto sucede, pues esta civilización ha fracasado en lo más esencial: conseguir un mundo justo, pacífico y respetuoso con la naturaleza y el mundo animal donde valores espirituales como bondad, la paz, altruismo, fraternidad o igualdad prevalezcan sobre los intereses materiales y el egocentrismo.
Lo dicho y mucho más serían datos indicadores de una verdadera civilización que daría lugar a una democracia verdadera a un duradero estado del bienestar. ¿Quién se negaría a vivir en un país con los mencionados avances? Sin embargo, lo que tenemos actualmente es tan sólo un esbozo pobrísimo de lo que podría ser.¿Y por qué no es? Eso depende de cada uno. Cada uno tenemos que mirar en nuestra conciencia en lugar de mirar tanto nuestro ombligo. Porque si esto no es posible, ¿a dónde vamos? La falta de esos principios nos empujan hacia el abismo que vemos crecer a diario, y solo aquellos nos permitirán salir de este círculo vicioso de la historia humana que no cesa de dar vueltas sobre los mismos conflictos, las mismas necesidades y las mismas tragedias.
Entre tanto, ¿no estamos en todas partes bajo dictaduras más o menos camufladas? ¿Acaso no estamos, bajo la más refinada forma de un poder dictador que nos hace creer que nos representa para que lo legalicemos con nuestros votos, pero que una vez conseguidos nos impide participar adecuadamente para defender nuestros verdaderos intereses como personas y como ciudadanos? Miremos de frente la verdad. No tenemos democracias: sólo bocetos. Y lo peor de todo: aún así, nuestra conciencia colectiva no ha llegado a ser capaz de encontrar mejor solución a tanta degeneración ética como manifiesta la suma de tantas conciencias individuales incapaces de tomar las riendas tanto de sí mismas como de la sociedad. Sería impensable que una sociedad de espíritus selectos y libres pudiese tener organizaciones sociales tan burdas como las que exhibimos la presente humanidad. Y eso en el mejor de los casos: no digamos cuando son regímenes totalitarios, jefaturas vitalicias obtenidas por violencia, gerontocracias religiosas, mafiocracias con cobertura política, etc. Estamos lejos de ver la luz al final del túnel. La única que podemos aspirar a ver es otra: la luz de nuestra conciencia. Al menos, y mientras tanto, podemos evitar que nadie la pueda secuestrar en su provecho.