Karma

Crítica platónica en Tristana

Benito Pérez Galdós es uno de los grandes escritores del siglo XX. Esta afirmación la secundan los críticos, incluso la voz popular que gusta opinar sobre literatura. Aunque por encima de todas estas fuentes están sus obras mismas. Galdós domina el castellano a la perfección; es uno de esos novelistas que contribuye no sólo a exaltar su lengua, sino a dotarla de una gramática y bagaje fuertes. Su estilo es brillante, las frases se entretejen como pececillos en el agua, sutilmente, sin mezclarse, conservando toda su contundencia. Su vocabulario, vasto y exacto, demuestra la erudición de su pluma y las múltiples lecturas que la configuran.

Tristana, de Benito Pérez GaldósEn una de sus novelas, Tristana, están todos estos atributos a la vista del lector. La obra es un ejemplo aceptable de novela realista, aunque no deja en el tintero notables rasgos de sentimentalismo. De hecho los estudiosos de Galdós colocan a Tristana entre sus novelas “espirituales”. No es difícil ver esa espiritualidad durante todo el relato, sobre todo en la relación expresiva y atolondradamente amorosa entre Tristana y Horacio.

La protagonista, que da nombre a la novela, es una joven de carácter tenaz y que acaba sintiendo verdadera pasión por el mundo del arte y por la sabiduría en general. Su inclinación por la vertiente contemplativa de la vida le lleva a un absoluto desconocimiento de los temas más prácticos o mundanos de la cotidianidad, como la misma Tristana confiesa a su amante Horacio varias veces en la novela. Al mismo tiempo, y quizás como consecuencia de esa inteligencia vigorosa, Tristana es una joven de ideales. Ideales feministas y sociológicos (su repudio, por ejemplo, del matrimonio como falsa institución que niega la libertad de sus integrantes) que en la época eran un verdadero signo de progresismo político e intelectual. La capacidad de Tristana llega a tal punto que, mientras convalecía de su amputación de pierna, aprende a tocar el órgano de forma sublime, en un alarde de virtuosismo digno de una auténtica mente artística. Este carácter peculiar y atractivo de la chica, al mezclarse con la pasión artística de Horacio (más limitada a lo profesional o técnico del arte), nos darán la clave para entender el decurso de la relación amorosa entre ambos.

Es en dicha relación donde debemos centrarnos para acudir con más coherencia al mundo platónico. Tristana es una joven idealista y con

grandes expectativas, y este carácter tan genuino se ve ahogado rápidamente en la casa donde le toca vivir. No podemos extendernos en la figura de Don Lope, aunque sí señalamos algunos puntos de su comportamiento en la novela que son imprescindibles para comprender la actitud de Tristana hacia el mismo. Garrido, como se le nombra muchas veces, es un hombre camino de la vejez. Su fisonomía y su modo de ver la vida recuerdan, y son descendientes, de un joven atractivo y pródigo en amores que fue capaz de renunciar a todo código moral (que él incluso defendía) por satisfacer sus veleidades románticas. De parlamento embaucador y simuladamente sincero, sabía encandilar a cuantas chicas se pusieran en sus ojos. Una vez adquiere la responsabilidad sobre su sobrina Tristana, no puede ver en ella sino una de sus muchas pretendientes, con más morbo si cabe por su condición familiar, por su lozanía y por su fuerte carácter. Por estas cosas Don Lope adopta una postura paternalista y retrógrada con Tristana, situación que para ella se vuelve insostenible. Esta es una de las causas por las que Tristana caerá fervientemente enamorada de Horacio. Conoce a un chico joven, nada aprovechado, que gusta del arte y que es capaz de satisfacer sus deseos carnales y espirituales.

En un principio la relación marcha de maravilla, y el amor que sienten mutuamente aumenta con cada encuentro y con cada avance intelectual de la joven. Horacio ve en Tristana a una mujer como pocas conocía; emprendedora, vital e inclinada al arte y el conocimiento. Tristana descubre un caldo de cultivo para sus reflexiones en los cuadros de su amante, mientras que va idealizando (conforme a su carácter) todos los rasgos humanos del amado.

El problema es que el clímax de su relación no se da en un momento en el que los amantes puedan tocarse, olerse o besarse. Las cartas más románticas, y que desvelan una mayor pasión (casi rayana en la admiración mística por el otro), se las envían cuando ambos están separados, uno en Villajoyosa (cuidando de su tía) y la otra en su piso de Madrid. Este hecho es el que más me ha instado a reflexionar sobre el error, si es que no queremos atribuirlo al destino inexorable, en que caen los protagonistas. Tristana lleva su amor por Horacio hasta el extremo de convertirlo en un ideal, en un ser que no existe, porque todas sus cualidades, que acaso son reales, son encumbradas hasta parecer divinas. Al final Tristana, desde la soledad romántica de su tugurio alquilado, imagina a un Dios-Horacio y, claro está, cuando lo ve después de tanto tiempo, queda profundamente defraudada.

Si nos remontamos bastantes siglos atrás, observamos que la clave de este fracaso amoroso tiene unas raíces platónicas, ensalzadas más tarde por el cristianismo. Platón postuló una dualidad ontológica donde lo real es un mundo inteligible de ideas perfectas, inmutables y eternas. Lo que nosotros vemos es una mera copia de donde no cabe extraer conocimiento alguno. Esto es muy criticable por muchas razones. Me parece un tratamiento peyorativo de la vida humana, de nuestra individualidad. Lo único existente es nuestro mundo, nuestro yo y nuestra circunstancia. Las ideas metafísicas o teológicas para explicar el mundo son excelentes, pero sin caer en el error de hacer una separación entre el hombre y su Dios, o el hombre y su alma, como queramos llamarle. En el hombre está todo; la vida, la muerte, Dios, la fuerza, la debilidad, el amor o la sabiduría. Alabemos al hombre, dejemos que Dios sea su siervo. Afirmar que existe algo ajeno, con más valor y a lo cual hemos de reverenciar, es terrible. Es caer ante la idea. Es, precisamente, el error de Tristana. La joven enamorada convirtió a Horacio en un Dios, en una Idea platónica. Pero esa supuesta perfección que esperaba a su reencuentro, esa inmaculada tez de su cara, ese canon proporcionado de su cuerpo… todo ello mudó en hombre. Tristana quería ver a su Idea, a su obra de arte. Pero Horacio era, nada más y nada menos, un hombre.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.