Sociopolítica

De la farsa, el pasmo y la desvergüenza

Permítame el gentil lector que, previo al desarrollo del artículo, manifieste cierto apuro a la hora de conceptuar con precisión los espinosos acontecimientos que hoy apunta toda reseña en cualquier medio audiovisual. Aun realizando ímprobos esfuerzos, resulta complicado decidirse por uno u otro vocablo para ajustar la realidad objetiva o para maridar contexto y pálpito. En ocasiones, un sentimiento inducido -más si procede de procesos fraudulentos- provoca  pasmo casi en proporciones equivalentes a aquellos juicios arbitrarios que concitan actitudes paralizantes, desdeñosas; inmutables al vaivén o la opacidad.

Sea cual sea el escenario donde germine, la noticia termina por ubicarse adherida al entorno de un poder multidisciplinar, repelente pero con arrebatadoras propiedades narcóticas. Sólo así puede explicarse el comportamiento parco, irresoluto, absurdo, de una sociedad que fía su suerte no sabe a qué o a quién. Muestra a las claras una parálisis extraña, cimentada -quizás- con fundamentos cuya columna vertebral se compone, casi en exclusiva, de ingredientes inhóspitos. Un muro de incomprensión se levanta poderoso entre electores, gobernantes (casi siempre lejanos) y algún comunicador que rebasa sus líneas naturales para atrincherarse en las cómodas posiciones enemigas. El espíritu del ciudadano/contribuyente naufraga víctima del fuerte oleaje que genera la inconsistencia, el disfraz y la ambición.

No tardamos mucho en sufrir la primera falacia. Tuvo un desarrollo único pero afectó a dos aspectos de la llamada Transición. Si ambos matices del timo causaron pasmo, uno se reduce a consecuencias hipotéticas. El otro lo venimos padeciendo desde entonces y su desenlace se vislumbra engorroso, si no conflictivo. Nos mintieron cuando vertieron sobre Suárez todo tipo de maledicencias sobre su talante y apresto para conducir el cambio de régimen que se le asignó. Este desprestigio malicioso provocó pugnas intestinas, la hecatombe de UCD y el abandono de un político valorado, a posteriori, en su justa medida, a años luz de sus sucesores. No podemos aventurarnos a tasar el efecto Suárez si hubiera continuado algunos años presidiendo el ejecutivo. Su impronta, empero, marcará un hito en la Historia de España.

El Título Octavo de la Constitución, aun presumiendo error, concierto o debilidad, no es negativo en sí mismo. Su desarrollo posterior y una Ley Electoral, que pone al bipartidismo a los pies de mayorías absolutas o de nacionalismos desleales y mercachifles, han impuesto el escenario alarmante en que nos encontramos. Sin embargo, la responsabilidad exclusiva la comparten por igual PP y PSOE. Este oneroso disparate tiene su origen en los años treinta del pasado siglo. Si elucubramos un poco, el PSOE sigue anclado -cuanto menos-  en épocas republicanas. Su estrategia se opone a los intereses nacionales y cree revitalizarse haciendo oposición a un franquismo inexistente. Por su parte, el PP es incapaz de arrojar complejos sin causa. Teme demasiado a etiquetas franquistas y eso les atenaza. Si persisten en tan torpe enfrentamiento extemporáneo, desaparecerán los dos porque Franco es Historia para la mitad de los españoles.

Este primer fraude -a su vez- marca estilo en la política posterior, democrática o no tanto. Resulta de imposible olvido los excesos verbales de un Alfonso Guerra siempre dispuesto a marcar distancias astronómicas entre palabra y obra. Evidenció, además, la mediocridad política cuando la gran masa pasó por el aro que marcara aquel famoso lema: “Quien se mueva no sale en la foto”. A la par, se encontraba un presidente con pátina de estadista y que terminó devorado por una corrupción general. Aznar protagonizó otro colosal fraude al incumplir su promesa de reformar la democracia viciada que le había dejado Felipe González. La mayoría absoluta terminó por endiosar al político cuyo prestigio -liviano- se forjó en el campo económico. De Zapatero y Rajoy mejor corramos un tupido y misericordioso velo.

Hoy, la farsa -tras cuarenta años de padecerla- ha perdido virulencia en sus efectos sociales pero sigue ocasionando aturdimiento. Ya no importa el señuelo sino la obcecación del político, o comunicador, rendido a la hipocresía más cruda e impúdica. Tertulianos que muestran limitaciones intelectuales, asimismo intolerantes achaques dogmáticos, se empeñan en pergeñar ideas, doctrinas, que atraigan prosélitos a una realidad que anida sólo bajo los aleros de ensueños y quimeras. Despliegan un papel pernicioso y ocupan el vacío crediticio que va dejando el político de turno. Creo que también le viene sobrado ese empleo autoimpuesto de  custodiar la pureza democrática. Yo, en fin, voy de pasmo en pasmo.

Valderas, paradigma de la prédica falsaria, es el canon último, inmediato, inmarcesible, del abismo que suele abrir quien hace de su vida pública profesión definitiva. El respaldo de IU: “Lo hacían miles de ciudadanos” es una declaración ramplona sin soporte ético, preñada de desvergüenza institucional.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.