Ciencia

Comensales de la negra señora

Ubi sunt?

ojo elefante muerto

Los artrópodos constituyen el filo más numeroso y se encuentran prácticamente en cualquier hábitat conocido, son los reyes del mundo natural. Dentro de su conjunto, el subgrupo de los insectos, representando casi dos tercios de los diez millones de especies que engrosan los índices de biodiversidad global, es el más abundante. La mayor parte de los insectos –y los califóridos y los sarcofágidos no serán una excepción- tienen un rostro jánico: “son, directa o indirectamente, beneficiosos y perjudiciales para los humanos” (Begoña Gaminde 2015, p. 1). Se alimentan de cosechas, parasitan, nos transmiten enfermedades a nosotros y a los animales domésticos, e incluso pueden llegar a ser empleados como armas biológicas -p.e las diez plagas de Egipto (Éxodo 7:14-11:10)- o instrumentos de tortura.

Sin embargo, todo eso sucede al tiempo que producen seda, miel, cera y tintes, o constituyen una fuente de proteínas nada despreciable para los humanos en algunas partes del planeta. Respecto de la entomofauna cadavérica (como los califóridos y los sarcofágidos), la importancia es todavía mayor pues, además de actuar como polinizadores –sustentando la producción primaria de los ecosistemas- actúan como descomponedores de la materia orgánica animal y vegetal. De hecho, “sin los insectos comiendo detritus, el planeta se vería rápidamente desbordado con cadáveres y otro material orgánico en descomposición” (Begoña Gaminde 2015, p. 1).

Eso, el desbordamiento de la necrosfera, constituiría el reinado definitivo de la muerte sobre nuestra astronave esférica; la cual, todo sea dicho, llamamos con bastante incorreción bio-esfera, o esfera de la vida. Llamar así a la cubierta ecosistémica que recubre el planeta –la astronave sobre la que navega el tiempo la humanidad- es una debilidad que con indulgencia nos permitimos. La realidad es, como recordaba Ramón Margalef, que el planeta está recubierto por una lámina biótica o viva, pero también, constituyendo de doce a catorce veces el tamaño total de la esfera ecosistémica, por una capa de materia muerta, o necrosfera. De hecho, “casi siempre nos referimos también a ella, a la necrosfera, o la damos por supuesta, cuando mencionamos la biosfera” (Margalef 1992, p. 90).

Es evidente que la muerte constituye una dimensión indisoluble del fenómeno de la vida, y su funcionamiento ecológico. Por lo demás, conviene advertir que el único triunfo de la vida sobre ésta radica en el fenómeno de la transformación energética que lo mantiene todo en movimiento, o, lo que es lo mismo, en procesos de sucesión ecológica y de evolución biológica. El principio de la criticalidad autoorganizada (CAO)  dictamina que los individuos y cualquier entidad ecosistémica que se precie deben, más tarde o más temprano, degradarse hasta la muerte térmica y reingresar así en el ciclo de reciclaje de materiales que mantiene la mecánica ecosistémica general en marcha. De aquí a pensar que las catástrofes son algo habitual y necesario en la Ecosfera –no ya únicamente biosfera, sino también de la muerte- hay un certero paso que debemos estar dispuestos a encarar. Pero estas cuestiones forman parte de una discusión que va mucho más allá de esta invitación a la mesa de la muerte que a sotto voce subyace aquí.

En la actualidad, la composición y la dinámica de la comunidad entomosarcosaprófaga -la sucesión faunística en torno a ese banquete exquisito que constituye el cadáver en mitad del bosque- representa una apreciada herramienta de la ciencia forense. La entomología médico-legal o medicocriminal, emplea tanto a los dípteros, como a los coleópteros y los himenópteros para la resolución de crímenespudiendo, incluso, permitir la identificación o exculpación del sospechoso” (Begoña Gaminde 2015, p. 5). También puede ayudar a dirimir si, por ejemplo, el finado o la finada había consumido drogas al estilo de la cocaína (Solís-Esquivel, 2016). Recientemente, en otras facetas de la ciencia médica, se les ha vuelto a emplear por su función como mecanismos profilácticos en la limpieza de heridas y úlceras de distintos animales –entre ellos, nosotros- recuperando una técnica que se nos antoja entre “medieval y moderna” (Carrie, 2013).

Lo cierto es que transcurridas 72 horas de la muerte, el método de la entomología médico-legal es el más preciso –y a veces el único- para determinar aspectos relacionados con la cronotanatología, o el intervalo postmortem (Romera, 2003). No en vano, ya durante el siglo XIII, Sun Tz´u se sirve al menos en una ocasión de los artrópodos para determinar la autoría de un crimen cometido en un arrozal local. En la Edad Media, especialmente entre los siglos XIII y XV, se considera que la aparición de los gusanos es un síntoma de descomposición –dando pie a la representación de los siniestros transi-tomb (González Symla & Berzal, 2015)- y contribuyendo al célebre y significativo motivus artístico-literario de las Danzas de la Muerte. Llegado el siglo XVII, Francesco Redi demostrará que ciertas moscas no nacen por generación espontánea de la carne, sino por ovoposición. Y Linneo también contribuyó a esta entomología con su Systema naturae (siglo XVIII) identificando importantes especies como la Calliphora vomitoria.

Pero no es hasta el siglo XIX que, gracias al médico Louis François Bergeret, comienza a emplearse la entomología en la práctica forense. Y es una historia curiosa. En 1850 se descubrió el cadáver de un bebé momificado mientras se realizaba la restauración de una chimenea. Al practicar la autopsia del cuerpo se encontraron larvas de dípteros sarcofágidos y algunas polillas. Considerando el desarrollo de los insectos, la policía pudo datar la muerte en 1848 y acusar a los verdaderos culpables del crimen, que eran los anteriores dueños de la casa. Poco después, rozando el siglo XX, el veterinario militar y entomólogo Pierre Mégnin ampliaría y sistematizaría estos estudios, encauzándolos definitivamente hasta la actualidad.

De entre la entomofauna necrófaga y necrófila, los califóridos, seguidos de los sarcofágidos, son los primeros en localizar y colonizar los restos humanos –pudiendo llegar a acudir a los pocos minutos de manifestarse el macabro reclamo. En general, las larvas de estos insectos crecen en los cadáveres o las heces de otros animales, pero –para regocijo de los neuróticos como nosotros- eventualmente también pueden desarrollarse en tejidos vivos, e incluso algunos ejemplares de esta fauna, como la Cochliomyia hominivorax, son obligatoriamente biófagos. Las larvas necrófagas y necrófilas se alimentan de bacterias obtenidas por la filtración de los líquidos producidos en la descomposición de insectos, caracoles o vertebrados muertos, y de una selección de excrementos variados. Para redondear su entrañable retrato hay que decir que algunas larvas atacan huevos de tortuga, lagartija, saltamontes y arañas, así como a cachorros de mamíferos, escarabajos adultos, saltamontes, mántidos, milpiés, caracoles, lombrices, ranas, lagartijas, tortugas y, por qué no, también a los humanos.

Los adultos de estas familias, no obstante, necesitan grandes cantidades de azúcar que les sirve de combustible para volar, una función que necesitan llevar a cabo en aras de sobrevivir y reproducirse. Este combustible barato lo obtienen de algunos homópteros muy apreciados por los canabicultores –como la cochinilla y el pulgón- del néctar que producen las flores o de nectarios extraflorales, y de frutos reventados. Sin duda, es una dieta menos variada pero algo más apetitosa. Por lo demás, el tipo de flores de las que suelen alimentarse es similar al de la Amorphophallus titanum -la gigantesca “flor cadáver”[1]– la Yaro tragamoscas, el Calabacero mexicano o la col fétida; las cuales, efectivamente, se caracterizan por desprender un fuerte olor a carne en descomposición.

Personalmente, la próxima vez que se me brinde la posibilidad de matar a una mosca, me lo tomaré con mucha más filosofía: quién sabe si podría llegar a ser la ayudante del moderno Sherlock Holmes, un perfecto aliado contra ciertas enfermedades, o incluso la portadora de un peligroso virus que terminará por asolar la humanidad. Todos ellos escenarios que, sin excepción, se me antojan francamente interesantes.

 

Bibliografía

Begoña Gaminde, I. (2015). Sucesión de la entomofauna cadavérica en un medio montañoso del Sureste de la Península Ibérica. Murcia: Departamento de zoología y antropología física de la Universidad de Murcia (Tesis dirigida por Mª Dolores García García y Mª Isabel Arnaldos Sanabria.

Carrie, A. (2013). Medieval y moderno. Investigación y Ciencia, 443, 6.

González Symla, H., & Berzal, L. M. (2015). El Transi Tomb. Icnografía del yacente en proceso de descomposición. Revista Digital de Iconografía Medieval, VII(13), 67-104.

Margalef, R. (1992). Planeta azul, planeta verde. Barcelona: Prensa Científica S.A. .

Romera, E. (. (2003). Los Sarcophagidae (Insecta, Diptera) de un ecosistema cadavérico en el sureste de la Península Ibérica. Anales de Biología, 25, 49-63.

Solís-Esquivel, E. (. (2016). Detección de Cocaína en Larvas de Dípteros Necrófagos en Monterrey, Nuevo León, México. Southwestern Entomologist, 41(1), 99-104.

 

Notas

[1] http://www.bbc.co.uk/nature/life/Titan_arum

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.