Sociopolítica

En el blanco de todas las miradas

La crisis agudiza las diferencias entre los inmigrantes y los ciudadanos de los países receptores. Las dificultades de integración suponen para los extranjeros una muralla insalvable que los despierta del sueño de la «tierra prometida».

Cuando la realidad no invita al optimismo siempre se lleva a cabo el sacrificio de algún chivo expiatorio que pueda encajar la culpa, sin rechistar, para eximir así a los verdaderos culpables. En una recesión profunda y simultánea en economías avanzadas y emergentes como la actual, el inmigrante se ha convertido, en muchos países, en el principal señalado para explicar los avatares de la crisis. Quienes más sufren son también quienes más alto coste tienen que pagar por la avaricia y la sordidez de los que han puesto al mundo del revés.

En cualquier debate sobre inmigración, el miedo siempre es más atractivo que la esperanza. Por ello, a medida que los efectos de la recesión económica se han ido haciendo más visibles, se han desarrollado también ciertos malestares entre grupos de trabajadores nacionales que, en algunos casos, han llegado a traducirse en repercusiones políticas de gran magnitud en países como Suiza, Holanda o Dinamarca. Un claro ejemplo de ello es la posibilidad de que en las próximas elecciones europeas, el Partido Nacional Británico, con una ideología antiinmigración muy marcada, pueda conseguir su primer escaño en Estrasburgo.

Entre los orígenes de este recelo generalizado están las dificultades de integración que tienen los inmigrantes en sus comunidades de acogida. En muchos casos, los extranjeros, que por lo general llegan con pocos recursos económicos y sociales, se asientan en las mismas barriadas que con anterioridad habían sido ocupadas por sus compatriotas o por personas de su mismo credo. Algo habitual ya que es en el abrazo de sus «semejantes» en donde encuentran el impulso necesario para empezar a construir una nueva vida desde sus cimientos. Vidas que crecen y se articulan alrededor de núcleos cerrados que se vuelven impermeables a las costumbres, la idiosincrasia e incluso la lengua de su nuevo entorno.

Á‰sta es la lucha del Consejo Transatlántico para las Migraciones en el que líderes políticos y expertos en la materia de Europa y América  se esfuerzan en la búsqueda de estrategias de reforma de la emigración que permitan una mejor adaptación de los inmigrantes en sus puertos de llegada. Hace unas semanas, en su tercer encuentro anual, el Consejo ha abierto un debate que, por desgracia, no ha calado hondo en los ciudadanos de los países receptores que siguen viendo al inmigrante como una amenaza cuando la realidad demuestra que es esencial y absolutamente necesario para que las máquinas de producción occidentales continúen engrasadas.

Aún así, en el mapa internacional entre tanto ceño fruncido también se encuentra alguna mirada hospitalaria con el que viene de fuera. Es el caso de Alemania, que ha pasado de contemplar a sus visitantes como extranjeros a verlos como parte integrante de su sociedad. «La participación de los inmigrantes, afianzar su sentido de pertenencia, que nos escuchen decir que les necesitamos y saber vivir en la diversidad», son las líneas de actuación que Rita SÁ¼smuth, ex presidenta del Bundestag entre 1988 y 1998, considera fundamentales para resolver las diferencias que existen en la sociedad.

Lejos de las reticencias del viejo continente, de donde no hay que olvidar que partieron una gran parte de las migraciones modernas, existen otros modelos y una mayor confianza pública para asimilar la llegada de trabajadores extranjeros al mercado laboral, escenario en el que se producen los mayores conflictos, acentuados ahora más por los recortes salariales, los despidos y la escasez de oportunidades de trabajo que se derivan de la omnipresente crisis económica. Canadá ha marcado, en América, un camino empático y de cohesión social que podrían tomar muchos países europeos para desviarse, de una vez por todas, de la intransigencia  y de la desconfianza que los atenazan.

Muchas personas, de diversas nacionalidades, se mueven en el mundo por un sueño incontestable: la necesidad y el sentimiento intransferible de saberse vivos y dueños de su propio destino. ¿Hasta cuando vamos a seguir creyendo que el pasaporte es el documento en el que reside y se autoriza la libertad del hombre? «La libertad no existe», dijo en una ocasión el escritor mexicano Carlos Fuentes. «Solo existe la búsqueda de la libertad, y esa búsqueda es la que nos hace libres».

David Rodríguez Seoane

Periodista

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.