Cuando llega el decimoquinto aniversario del criminal ataque integrista que asesino a 85 inocentes y mutilo a cientos de personas en Buenos Aires, es frecuente que todas las víctimas del terrorismo experimenten, una sensación de impunidad tan brutal como el atentado en si, ello puede ir desde sentir en días anteriores al aniversario una mayor irritabilidad, tristeza, desazón o desesperanza, hasta experimentar episodios de ansiedad de mayor o menor gravedad. Las sensaciones que los familiares han ido experimentando desde el momento del atentado transitan muchos factores personales, pero también sociales y solo ellos saben realmente lo que se siente.
Esta sensación de desconfianza y desesperanza que se convierte en desesperación en la que muchos caen irremediablemente en un túnel profundo del que solamente se sale con grandes esfuerzos personales y con mucho apoyo, genera también en algunas personas una energía renovada para luchar y continuar con el reclamo de justicia. Algunas personas, lamentablemente, no consiguen reponerse nunca y su mente queda petrificada en aquel horrible día, convirtiendo el resto de su vida en un mero ejercicio de supervivencia.
Como sobreviviente, en otro tiempo, de lo que la barbarie terrorista provoca, conozco de las inimaginables preguntas sin respuesta en las víctimas: ¿Por qué a mí?, ¿Cómo es posible que alguien me haga daño?, e incluso, una de las más horribles: ¿Seré merecedor de este castigo? Y así, hasta en ocasiones, caer en una espiral en la que la propia víctima puede llegar a entender a sus verdugos, e incluso llegar a justificarlos. El sentimiento de indefensión después de un atentado es tal que algunas personas pierden la perspectiva de que la vida valga para algo o de que se pueda hacer algo para controlarla.
Por si todo esto fuera poco, durante muchos años no han faltado quienes desde los diferentes gobiernos argentinos, los estrados judiciales y pseudo-organizaciones de derechos humanos — que han sostenido que los muertos de la AMIA «eran Judíos», como si por eso merecieran morir — han dejado de lado a las víctimas, produciéndose casos especialmente flagrantes de victimizaciones secundarias realizadas por parte de instituciones democráticas, que, en realidad, en vez de proteger a las víctimas se han dedicado, con su inacción y omisión, a veces rayana en la connivencia, a justificar, comprender, entender o disculpar a los verdugos. Solo en ese marco se entiende que la Republica Argentina no haya roto sus relaciones bilaterales con la Republica Islámica de Irán.
Pero cuando llegan las fechas conmemorativas, se celebran con frecuencia aniversarios y homenajes, se organizan grandes ceremonias con mucha presencia de políticos y personalidades, y se pronuncian discursos — en no pocas ocasiones «demagógicos» — aunque poco se sabe de las personas a las que se homenajea. Hablan las autoridades, pero se escucha poco a las víctimas que necesitan contar quién era su hija, su hermano, su esposa o esposo. Hay aquí algo muy importante que con frecuencia se olvida. Todas las víctimas tienen nombres y apellidos: «Paola Czyzewski; Martín Figueroa; Fabián Furman; Andrea Guterman; Agustín Lew; Andrés Malamud; Fernando Pérez; Olegario Ramírez; Mirta Strier; Danilo Villaverde y setenta y cinco nombres más…»
Por cada uno de ellos, es especialmente necesario el reconocimiento y recuerdo personalizado, lo mismo que la atención a las demandas de sus familiares. Es preciso recordar. Es necesario desde el punto de vista social y personal para cada víctima que los ciudadanos nunca se olviden de ellas. Recordar para no olvidar, recordar como compromiso ético y profundo de que «nunca más» se debe permanecer impávido ante el terrorismo global, recordar que cada uno de los asesinados tenía una vida. Recordar en los aniversarios lo que cada familiar recuerda todos los días del ser amado arrebatado. Recordar, para no olvidar que no se puede ser comprensivo, que no se puede ser correcto políticamente ante el integrismo criminal, que no se puede ser neutral ante el terrorismo yihadista. Que no se puede mirar hacia otro lado ante un régimen teocrático e imperialista como el Irán de los mullah’s. Recordar que a pesar del miedo, debemos acompañar a los familiares que siguen manteniéndose firmes sin dejarse intimidar. Y recordar, en fin, que aquéllos que se han convertido en héroes a la fuerza eran todos personas de a pie, gente corriente, hombres, mujeres y niños que un día de julio de 1994 abordaron un autobús, subieron a su automóvil, se vistieron con su uniforme de escuela, o prepararon su almuerzo para ir a su empleo, bajaron con su mochila las escaleras de su casa y fueron vilmente arrebatados de la vida de sus seres amados para siempre, aunque nunca de sus corazones, ni de nuestra memoria.