Si la Unión Europea sólo se compusiera de sus instituciones, padecería el síndrome del Guggenheim: suntuosas estructuras y pobreza en los contenidos. Faltaría lo más importante: la ciudadanía.
El ‘no’ de la ciudadanía irlandesa a la firma del Tratado de Lisboa hace un año respondía a intereses económicos, aunque algunos analistas lo interpretaran como una manifestación de rechazo a la Europa de los mercaderes. La búsqueda de una auténtica Europa de los ciudadanos aún espera.
La inversión de la intención de voto en Irlanda al nuevo referéndum convocado en un solo año responde a la crisis económica. La recesión, los recortes de sueldos, el aumento de los impuestos y la reducción del nivel de vida a los niveles de hace siete años sacudieron el orgullo irlandés.
Sin embargo, Irlanda no cedió en temas que pudieran volver a provocar el rechazo de la ciudadanía. Las cuestiones del tratado relativas al aborto, la educación, los impuestos, la seguridad y defensa quedarán sin efecto ante las políticas nacionales irlandesas.
Esta cesión no es la única muestra de precipitación para la firma del tratado. Hace un año asistimos también a la reducción del texto a un Tratado light que dejaba de lado las cuestiones que cada Estado de la Unión Europea considerara sensibles de cara a sus propias legislaciones y a sus ciudadanos. El consenso se centra en el beneficio económico.
Conscientes del efecto que la crisis ha tenido sobre la gente, los políticos irlandeses centran el debate sobre la Unión Europea en los aspectos económicos. Aún así, el Primer Ministro reconoce que su país se ha beneficiado de la Unión Europea pero sus políticos no han sabido transmitir al pueblo la importancia de Europa en su vida diaria. Es decir, la importancia de los reglamentos y directivas europeas que inspiran muchas de las políticas sociales irlandesas, el fomento de la participación de las mujeres y la modernización del país.
Las palabras del Primer Ministro sirven igual a Irlanda que a otros países europeos. Los políticos españoles utilizaron las recientes elecciones al parlamento Europeo para fines partidistas, al extremo que una parte de la ciudadanía sigue creyendo que los eurodiputados españoles representan a España en el Parlamento Europeo. Esto choca con los fundamentos políticos de la Unión Europea.
Los jueces nacionales han incorporado en su labor judicial la interpretación de las leyes nacionales a la luz del derecho comunitario. Para ello, han tenido que profundizar en su conocimiento de las instituciones europeas, de las leyes que las inspiran y del espíritu que siguen. Pero la Unión Europea no sólo puede funcionar por medio de los jueces nacionales, de los tribunales europeos, de la Eurocámara, de la Comisión y del Consejo. Falta lo más importante: la ciudadanía. Si no, Europa padecería el síndrome del Guggenheim: suntuosas estructuras y pobreza en los contenidos.
Ahí entra la responsabilidad de la clase política europea de explicar el significado de la Unión Europea más allá de la moneda única, las divisas y la circulación de mercancías. En España, la culpabilización en los espacios informativos entre un partido y otro por la crisis económica creó confusión en la ciudadanía sobre el sentido de las elecciones europeas. Esto le costó el «castigo» un partido con el voto por el partido de la oposición. A las instituciones europeas les costó el castigo de altos índices de abstención y la proliferación de partidos que defienden la bandera del anti-europeísmo, de la xenofobia y de los nacionalismos, lo que supone una contradicción en término difícil de explicar.
En medio del ruido informativo se han silenciado las puertas que abre la firma del tratado en materia de derechos humanos. La inminente incorporación en el texto final de la Carta Europea de Derechos armoniza el progreso en materia de derechos humanos que se ha dado en el marco europeo. Esta carta incluye tanto los derechos políticos y civiles como los económicos, sociales y culturales por los que velarán los tribunales nacionales y que tutelaran los tribunales europeos.
El proyecto de presente y futuro de Europa depende de la democratización de las instituciones, de la responsabilidad de la clase política y de los medios de comunicación y de la voluntad de la ciudadanía. Aún queda tiempo antes de que la Europa neoliberal de los mercaderes gane terreno y confirme la falacia de que, al final, todo es el dinero.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista