En abrir caminos es en donde radica el verdadero trabajo del profesor. De hacerlos de una manera u otra se encarga el alumno. En eso consiste la educación: en sacar lo mejor de cada uno.
Las relaciones entre profesores y alumnos han cambiado mucho en los últimos años. Los docentes se enfrentan ahora a unos estudiantes menos obedientes que los de generaciones anteriores, pero con mayores conocimientos en ciertos campos y con menos tabúes sobre cuestiones «delicadas» para padres e instructores. Las nuevas tecnologías y el sexo son ejemplos de ambas cualidades. Muchos se plantean la siguiente pregunta: ¿Debemos volver a la disciplina de la regla y el tirón de oreja o ir hacia una modernización de la enseñanza?
En un artículo publicado en EL País, se analizaba la situación de los educadores españoles y se decía que quizás el problema esté en que «profesores del siglo XX intentan educar a jóvenes del siglo XXI en unas escuelas del siglo XIX». Sin duda, un desfase temporal demasiado grande que reúne, en el mismo espacio, realidades muy distintas y difíciles de combinar en el presente. La pérdida de la autoridad que suponía la cátedra y la disipación en los alumnos de otros valores como el esfuerzo constante, la disciplina o el respeto por unas normas han modificado el ámbito de la educación y el cariz de las interacciones que se dan en él.
Más allá del debate sobre el incremento de la indisciplina y los adolescentes insolentes, un hecho objetivo pero no por ello mayoritario, la controversia en las escuelas e institutos se centra en cuestiones todavía más importantes. Qué se enseña y cómo se enseña, sobre todo en la formación obligatoria, es la gran asignatura pendiente en materia educativa.
«La falta de motivación por parte de los estudiantes es la consecuencia y no la causa del problema», asegura Andreas Schleicher, director del Informe Pisa de la OCDE que mide el aprendizaje de jóvenes de quince años en 60 países diferentes.
Es aquí en donde la figura del profesor se vuelve fundamental, a pesar de que Internet y la facilidad con la que se puede acceder a la información lo hayan despojado de la exclusividad como transmisor de conocimiento. El docente tiene que ser quien logre conmover e interesar a su audiencia, el que despierte el interés de los que se sientan en la última fila. El que consiga, con las herramientas y los métodos adecuados, que los que le escuchan crean que lo que aprenden es importante para su vida y no un mero conjunto de saberes inconexos, inservibles a efectos prácticos. Para que todo ello sea posible, además de modelos de enseñanza más atractivos o una participación más activa del estudiante, hace falta que el que se sube a la tarima tenga la ilusión de compartir y de mostrar. Esa es la esencia que no debe perder la educación.
Federico Luppi interpreta, en Lugares Comunes (2002), una película del director argentino Adolfo Aristarain, un hermoso discurso sobre lo que debería ocurrir entre pizarras y pupitres. Bajo la piel de Fernando Robles, un profesor universitario de literatura que acaba de ser prejubilado por el Estado, se dirige a sus alumnos diciendo:
«Si alguno de ustedes es un necio y cree en verdades reveladas, dogmas religiosos o doctrinas políticas, sería saludable que no preste atención a estas palabras.
Me preocupa que no se tenga siempre presente que mostrar quiere decir enseñar. Mostrar no es adoctrinar, es dar información pero dando también el método para entender, analizar, razonar y cuestionar una información, y eventualmente dar una respuesta. Las respuestas no son la verdad, buscan una verdad que siempre será relativa. Las mejores preguntas son las que se vienen repitiendo desde los filósofos griegos. Muchas ya son lugares comunes, pero no pierden vigencia: Qué, cómo, cuándo, dónde, por qué. Pero, si en esto también aceptamos eso de que la meta es el camino, no nos sirve como respuesta. Describe la tragedia, pero no la explica».
Fue la última clase del personaje de la novela, El Renacimiento, de Lorenzo F. Aristarain que más tarde su primo director llevaría al cine.
En abrir caminos es en donde radica el verdadero trabajo del profesor. De recorrerlos de una manera u otra, de traspiés en traspiés o con paso firme y seguro ya se encarga el alumno. En eso, precisamente, consiste educar.
David Rodríguez Seoane
Periodista