Se cumplen ocho años desde el 11-S. La reacción a los atentados deja como legado la imposición reforzada de políticas neoliberales con la excusa de la democracia.
Llegué tarde aquel 11 de septiembre. Al sentarme en clase en aquella universidad norteamericana, el profesor me puso al tanto de los minutos que me había perdido: «Les estaba preguntando a tus compañeros cómo se sienten en estos momentos. Pero empecemos por ti».
«Me siento muy cansado», respondí. Además de las miradas extrañas de mis compañeros, se empezaron a suceder escuetos «asustado», «enfadado», «lleno de ira», etc. Cuando interrumpí para preguntar qué es lo que me había perdido, me contaron que un avión se había estrellado en el World Trade Center. Cinco minutos después se escuchaba un barullo en los pasillos. Se había estrellado el segundo avión.
Viví la paranoia del ántrax y los discursos de «estás con nosotros o contra nosotros»; la guerra de la coalición contra los talibanes en Afganistán y la autocensura de los medios; la aprobación del Acta Patriótica, que arrasaba con la presunción de inocencia y abría la veda a violaciones de derechos civiles en nombre de la «seguridad»; la «legitimación de los ataques preventivos. Aunque nunca aparecieron las supuestas armas de destrucción masiva, el trío de las Azores insistía en que la invasión era necesaria para «defender el mundo libre».
El 11 de marzo de 2004 me encontraba en Madrid tras volver de un viaje a Marruecos con 50 estudiantes de periodismo y un profesor de universidad para convivir con la cultura árabe, cuya importancia en la misma cultura española y occidental se ignora, se niega y se desprecia.
Durante días, los medios mostraron el aferramiento del partido entonces en el poder, el Partido Popular de Aznar, a la idea de que había sido un atentado de ETA para evitar que la gente asociara el apoyo del presidente español a la invasión de Irak con los atentados. Se descubrió que se trataba de un golpe de Al Qaeda. La mentira le costó las elecciones al Partido Popular.
Cuando recibía mi título de licenciado en periodismo tres meses después, Time ponía en portada una foto de un prisionero encapuchado. El reportaje sobre las torturas en la cárcel de Abu Ghraib iba acompañado de fotos que causaron revuelo en Estados Unidos. Muchos habían creído que la invasión serviría para extender la democracia a Irak y darle a su pueblo la posibilidad de participar en elecciones libres.
En medio de la euforia por la liberación del régimen de Saddam, ya se empezaban a celebrar elecciones democráticas en algunas ciudades iraquíes hasta que Bremer, enviado para encabezar el «proceso democrático», ordenó su interrupción. Así evitaba que fueran elegidos alcaldes hostiles a la presencia norteamericana. Los ocupantes eligieron a todos los representantes.
Hasta ese momento, las protestas por la ausencia de servicios básicos habían sido pacíficas. Pero cuando los iraquíes cayeron en la cuenta de que no participarían en la reconstrucción de su país, dejaron de tolerar las carencias y el desempleo por la privatización masiva, la invasión de trabajadores y productos extranjeros por el afán neoliberal de desregular todo.
Para aplacar la revuelta, el ejército y sus mercenarios privados recurrieron a la ingeniería jurídica de Alberto Gonzales y su equipo, que acuñaron términos como «combatientes ilegales», «rendición extraordinaria», «métodos agresivos de interrogación», etc.
La presión de empresas relacionadas con la reconstrucción, con la seguridad y con el armamento explicaría mejor la invasión si las consecuencias sirvieran para seguir las huellas de las causas. Miembros del gabinete de Bush utilizaron sus puestos para arrasar con la economía iraquí, con la excusa del «libre mercado», y para obtener millones de dólares por contratos públicos. De esto modo podrían «reconstruir» el país que destruyeron.
El 11-S deja como legado la imposición reforzada de políticas neoliberales con la excusa de la democracia. La desregulación de las economías suponen una condición sine qua non para el respeto de los procesos democráticos.
La muerte de 650 mil iraquíes, la proliferación de cárceles secretas fuera del territorio norteamericano y la práctica de la tortura en nombre de una economía de casino no honran a las más de 3 mil personas que murieron el 11-S. Con Obama, el pueblo norteamericano tiene la oportunidad de derribar la cruzada neoliberal por medio de una reforma sanitaria. La vida, la salud, la paz y la democracia no tienen patente.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista