La prostitución es una realidad que existe en nuestras sociedades desde el comienzo de los tiempos, pero no hemos sido capaces de solucionar su situación porque nos encontramos inmersos en nuestro caparazón de moral hipócrita.
Una moral que nos obliga a prohibir la actividad de la prostitución para luego permitir que se ejerza ante nuestras narices sin hacer nada por evitarlo porque nosotros estamos tranquilos, nosotros ya lo hemos prohibido.
Cualquier prohibición de un bien o servicio demandado por un amplio sector de la sociedad provoca la aparición de un mercado negro ajeno a las normas del marco jurídico establecido y que se rige por la ley del más fuerte.
El ejemplo paradigmático es la «Ley seca» estadounidense de los años 30 del siglo pasado. Se prohibió la venta de alcohol de manera legal y ello provocó la aparición, fortalecimiento y enriquecimiento de mafias de todo tipo que se aprovechaban de la demanda social que existía.
Pues bien, para la prositución también existe esa demanda. Hay un porcentaje determinado de ciudadanos que recurren a los servicios de meretrices de manera habitual y esta demanda crea su propia oferta, no hay duda.
El problema es que esta oferta no está sujeta a ninguna regulación, lo que favorece la explotación de las chicas, su carencia de derechos y su permanente indefensión ante los proxenetas.
Deberíamos de dejarnos de hipocresías y regular la prostitución de manera coherente. Con sus derechos y sus obligaciones, con sus retribuciones y sus retenciones, con sus tarifas y sus hojas de reclamaciones.
Así las chicas que decidieran dedicarse a la prostitución lo harían de manera libre, sin coacciones y conscientes de sus derechos y obligaciones. Así las organizaciones ilegales dejarían de lucrarse de este negocio. Así se eliminaría la trata de blancas, una de las grandes lacras de nuestra sociedad.
De esta forma la prostitución tomaría cariz de normalidad, se convertiría en una actividad en la que una persona decide alquilar su cuerpo durante un tiempo determinado para una relación sexual y en la que otra persona está dispuesta a pagar por ello. Dos personas adultas realizando un intercambio económico con dos productos que les pertenecen, su cuerpo, ella, su dinero, él.
Otro debate sería el dilema ético que supone el pagar por favores sexuales, pero ése es un debate que se resuelve con reflexión individual e interna y el Estado no debe de entrar a juzgar el componente ético de una decisión de dos adultos, tomada en libertad y sin daños posteriores.
En definitiva, mantener la prostitución como una actividad ilegal es una hipocresia de raíces morales inextricables que debería ser corregida cuanto antes.