Hay gente que lleva la risa consigo como otros llevan paraguas o un perro. Y se nota por donde van porque dejan un surco muy marcado, como si caminaran con pesas en los bolsillos; su misión es trazar una ruta para que los demás no se pierdan y puedan seguirles aunque se encuentren en el pasillo de un hospital plagado de olor a desinfectante y desgracia. Los que llevan la risa prendida del cuerpo se levantan temprano y se bajan a las paradas de autobús sólo para que no cunda el desánimo, realizan todo tipo de malabarismos morales con tal de que los tristes se olviden de qué día de la semana es, de por qué sus caras comenzaron a agrietarse, de por qué sus ojos ya no miran nada y permanecen vueltos hacia dentro como entrenándose para la eternidad. La gente de la risa tiene obligaciones como la de pintar en menos de un minuto un paisaje que pueda ser atravesado, no hablo de hologramas, hablo de algo real, de meter un pie y luego otro y cambiar de dimensión como uno se cambia de zapatos. Una persona así es capaz de manejar un ejército, pero los ejércitos suelen ser muy serios y nunca se dejarían dirigir por los señores de la risa; imagina los tanques, imagina el cobre de las insignias bañado por la risa, imagina los toques de una corneta de plástico o las banderas de papel charol ondeando al atardecer, ¿cuántas guerras se perderían nada más empezar? La risa es el argumento menos beligerante. Para demostrarlo sugiero un sencillo ejercicio: coge una bola del mundo y dale vueltas muy fuerte, ya está, no hagas más, fíjate en la forma de Nueva Zelanda, fíjate en lo ridículas que parecen las islas británicas, ¿no te dan ganas de reír? Los surtidores humanos de la risa reparten disfraces por la calle; a unos les toca el de pulpo, a otros el de venusiano, de Hegel hinchable, incluso los hay de gallina sin cabeza o de pisapapeles antiguo. Si alguna vez te cruzas con uno de ellos no le hagas el feo y coge el disfraz que te ofrece, no hace falta que te lo pongas pero llévalo colgado del brazo, lúcelo con honor en la cola de un cine o cuando beses a alguien al despertar. Nada les alimenta tanto como la gratitud, viven de ella porque saben que es la mejor semilla de la risa. Cuando alguien así se muere no hace mucho ruido, los que han asistido a uno de estos decesos lo comparan con bombillas de cuarenta vatios que se funden, con el ruido que hace un televisor al apagarse o el envoltorio arrugado de una chocolatina que cae al suelo. Nada más, ninguna pompa, ninguna lágrima. ¿Acaso tú no firmarías un final así?
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Sobre el Autor
Jordi Sierra Marquez
Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.