Los ‘líderes’ políticos de la Unión Europea fuerzan nuevas incorporaciones que huelen a ‘antieuropeísmo’ en lugar de buscar el consenso en materias fundamentales y la profundización de sus instituciones.
Aún en pie las reservas del primer ministro checo para ratificar el Tratado de Lisboa, la Comisión Europea anuncia que las negociaciones para le entrada de Croacia en la Unión Europea podrían cerrarse en 2010. Después podrían llegar Macedonia, Serbia, Montenegro, Bosnia-Herzegovina y Albania.
Esta Europa ha antepuesto nuevas incorporaciones a una necesaria profundización institucional y al consenso en materias fundamentales como los derechos humanos, la política exterior y la política agraria común.
Muchos se preguntan quién ha pisado el acelerador. El diario El País califica de descabellada la negociación para el ingreso de Croacia, con un avance modernizador limitado, aunque superior al de sus países vecinos, y con una notable precariedad en su sistema judicial y en el respeto a los derechos humanos.
Los países con etnias musulmanas que han solicitado su adhesión recelan del trato a países con raíces cristianas. Se preguntan con qué criterio se piensa admitir a Islandia, un país en bancarrota y con serias deficiencias en sus instituciones financieras. Europa se plantea estas ampliaciones cuando aún arrastra ‘antieuropeísmos’ en su propia casa, como el de Vaclav Klaus. El desatasco del proceso de construcción comunitaria deja a Europa en la necesidad de apresurar la firma del presidente checo, cuya postura califican de chantaje y de antidemocrática algunos analistas, pues el propio parlamento de su país había ratificado la firma del Tratado de Lisboa. Consideran que no le quedará otra opción que ratificar, pero Klaus justifica su intransigencia con las excepciones concedidas a Polonia, Irlanda y Reino Unido.
Las excepciones provienen del rechazo al principio de subsidiaridad que rige en la Unión Europea. Este principio consiste en que los Gobiernos nacionales traspongan las normativas europeas en sus ordenamientos jurídicos y los jueces nacionales interpreten las normas estatales a la luz del derecho comunitario. En España, más de la mitad de las leyes provienen de directivas y reglamentos europeos. Cuestiones comerciales, administrativas, laborales o relacionadas con la inmigración y que afectan a terceros Estados han sido aprobadas con anterioridad en el Parlamento Europeo.
A diferencia de tratados europeos anteriores, el de Lisboa incorpora la Carta de Derechos Fundamentales. Una vez ratificado el Tratado de Lisboa, los Estados tendrán la obligación de proteger, respetar y hacer cumplir los derechos de la carta, mientras los tribunales europeos – el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos – de tutelar su cumplimiento.
Las reservas de Inglaterra, Polonia, Irlanda y República Checa derivan del reconocimiento, a nivel europeo, de derechos humanos que chocarían con sus legislaciones nacionales y que los ciudadanos podrían reclamar ante sus tribunales y, eventualmente, ante tribunales europeos. En el caso de Irlanda, la interrupción del embarazo; en Polonia, los derechos de las personas homosexuales y, en Inglaterra, el derecho a una vivienda digna. En el caso de República Checa, existen temores a una futura lluvia de demandas de indemnizaciones por ciudadanos alemanes por la masacre y expulsión de sus antepasados de los Sudetes, en la República Checa, después de la Segunda Guerra Mundial.
Algunos políticos del partido conservador británico presionan a su líder David Cameron, para que celebre un referéndum sobre el Tratado de Lisboa, esté o no en vigor, en caso de ganar las próximas elecciones. Este tira y afloja se presenta como un anacrónico espectáculo para los países a la puerta de una nueva ampliación europea.
La ratificación de la República Checa facilitaría a la Unión Europea la salida de su atolladero actual y la entrada en un necesario proceso de reflexión para evitar errores del pasado. Este necesario aprendizaje permitirá detectar dudas por parte de países candidatos en su compromiso con una auténtica Europa de los pueblos y de los ciudadanos, con unos derechos humanos reconocidos. Quedarán fuera de lugar los ‘antieuropeísmos’ incoherentes, los chantajes y las reticencias de los países a la hora de ceder parte de su soberanía a cambio de un bienestar general consensuado. Sobre todo primará, por encima de incorporaciones precipitadas, el fortalecimiento de una Europa necesaria en un mundo que empieza a salir de su letargo unipolar.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista