Los padres dejan huérfanos a sus hijos si se convierten en sus ‘colegas’ y secuestran su infancia si presionan para ‘convertirlos’ en lo que ellos no pudieron o no se atrevieron a ser.
Dos jóvenes españoles esperan su sentencia por insultar, golpear, rociar con gasolina y quemar hasta la muerte a una mujer sin hogar que dormía en un cajero automático. Mientras la falta de límites y de referentes preocupa a padres de familia, profesores y jueces, otra corriente habla de ‘padres helicóptero’ que ejercen una ‘hiperpaternidad’ asfixiante de proyecciones frustradas.
Más que contradecirse, ambas líneas se dirigen hacia un mismo punto. La incapacidad de poner límites desvela tanto paternalismo y falta de confianza en los menores como el acoso a los jóvenes para que sean lo que sus padres no pudieron o no se atrevieron a ser.
El magistrado español Emilio Calatayud aporta criterios en cuanto a la falta de límites y Carl Honoré habla de la paternidad aplastante en el libro que acaba de publicar, “Bajo presión. Cómo educar a nuestros hijos en un mundo hiperexigente”. Ambos criterios aportan claves para comprender la violencia, la inseguridad, el aislamiento y muchas conductas llamativas de muchos jóvenes.
“Yo no soy colega de mi hijo ni soy su amigo, soy su padre. Además, si yo soy amigo de mi hijo, lo dejo huérfano”, dice el juez Calatayud, que se considera parte de una generación perdida. “Hemos sido esclavos de nuestros padres y ahora somos esclavos de nuestros hijos”.
Como en España, que ha superado una etapa de autoritarismo político y social, en las clases media y alta de muchos países el discurso se centra casi siempre en los derechos y pocas veces en los deberes de los hijos.
El filósofo español y profesor de bachillerato José Antonio Marina cuenta que un día se le acercaron dos chicas jóvenes, una de las cuales lloraba por la separación de sus padres. De la nada, la otra comenzó a llorar también.
“¿Qué pasa? ¿También tus padres se han separado?”, preguntó él. “No. Lo que pasa es que mis padres no me quieren”. Extrañado, le preguntó cómo había llegado a esa conclusión. “Es que me dejan hacer lo que quiera”.
Por su parte, lo que en realidad llevó a Honoré a publicar su libro fue el “¿Por qué los padres quieren controlar todo?” que su hijo le espetó por la insistencia para que tomara clases particulares con el fin de explotar su talento, cuando todo lo que quería era dibujar cómics o bocetos del futbolista Ronaldo.
Los adultos han secuestrado la infancia de los niños como nunca antes, concluye Honoré. Siente que fracasan si sus hijos sufren y no brillan en alguna actividad.
“Cuando el joven Mozart hizo prodigios que se pusieron de moda en el siglo XVIII, muchos europeos educaron a sus propios chicos con la esperanza de conseguir niños prodigio. Hoy día, sin embargo, la presión por conseguir lo mejor de nuestros niños parece que consume todo el tiempo disponible”, cuenta Honoré.
Honoré añade otros puntos a la reflexión. Por ejemplo, cuanto más obsesionadas están las personas con sus propios hijos, menor es la solidaridad y el interés por los demás. Por otro lado, los padres se enfrentan al marasmo de publicidad consumista a la que sus hijos – y ellos mismos – están expuestos. Esta corriente pone el ‘tener’ y el ‘ganar’ por encima de todo y promueve una cultura de vencedores-vencidos en lugar de una que premie el esfuerzo y el mérito.
“Los niños necesitan orientación, pero cuando cada situación es programada, estructurada o supervisada, se paga un precio”, añade. Además, la sobreprotección por miedo a que les suceda algo a los hijos lleva muchas veces a encerrarlos, lo que frena su desarrollo psicosocial. Este celo excesivo dispara la obesidad, provoca depresión, pérdida de confianza en uno mismo y de autoestima.
Los niños no son a causa de sus padres, sino un fin en sí mismos, decía Francisco de Vitoria. Un buen principio para no ahogar a los hijos en la abundancia de un mundo sin límites o en la cárcel de las frustraciones adultas.
POR CARLOS A. MIGUÁ‰LEZ MONROY
* Periodista