La falacia neoliberal que vende seguridad en lugar de paz como fruto de la justicia ayudó a que los medios de comunicación crearan una sociedad de mercado en el que los productos somos los seres humanos.
“Hay palabras suaves, palabras que sirven para calmar el corazón y otras que hieren. Hay palabras que emocionan a un pueblo y cambian el mundo. Y hay palabras que son veneno, palabras que se infiltran en la sangre como una droga, pervierten el deseo y oscurecen el juicio. ‘Desarrollo’ es una de esas palabras tóxicas”. Con estas palabras de Serge Latouche, en Sobrevivir al desarrollo, encabeza Miguel Jara el epílogo a su ensayo, “La salud que viene. Nuevas enfermedades y el marketing del miedo”. Libro estimulante desde las primeras páginas, presididas por la afirmación de Tocqueville: “Las sociedades deben juzgarse por su capacidad para hacer que la gente sea feliz”.
Con este rumbo como referente despliega el autor su estudio sobre las personas hipersensibles como centinelas de la vida.
Así aborda el marketing del miedo, el negocio de crear temor para vender tratamientos. Ofrecer un malestar confortable en lugar de un bienestar saludable.
Hace años que denuncio la afirmación neoliberal de que el objeto principal del Estado es ofrecer seguridad. Esto es una falacia porque el objeto y sentido del Estado es el bienestar de los ciudadanos mediante la justicia y la primacía de la paz como fruto de esta justicia. Lo contrario ocurre en los cementerios bajo la luna, donde hay quietud porque nadie se mueve.
Todo esto, exasperado por los medios de comunicación, se convierte en un mercado sin límites. Han creado una sociedad de mercado en el que los productos somos los seres humanos.
Ya vemos con qué naturalidad los dueños de grandes equipos de fútbol o de rugby hablan estos días de “aprovechar el mercado de invierno, para vender los jugadores que nos sobran y comprar lo que necesitamos”. Para después traspasarlos, cederlos, cambiarlos, como si retratasen de herramientas que hablan, que es como Aristóteles describió a los esclavos.
Seguimos tocando en la orquesta mientras se hunde nuestro modelo de desarrollo elevado a categoría. De un modelo económico hemos derivado a una metafísica, sin atrevernos a cuestionar la premisa mayor. Huxley pronosticó la dictadura perfecta con apariencia de democracia. “Una cárcel sin muros donde nadie quiere irse ya que gracias al consumo y al entretenimiento los esclavos sienten amor por la esclavitud”.
Bienvenidas estas llamadas a la reflexión, a la resistencia y a la rebelión ante un modelo de sociedad en el que ya no nos enfrentamos a un mero “reajuste” de la economía, pues es el propio modelo económico global el que está en crisis. La crisis, escribe Jara, “es el estado normal de funcionamiento del modelo. No puede ser de otro modo cuando dicho proyecto económico se cimenta en el crecimiento infinito en un espacio finito como es el planeta Tierra, la casa común que nos acoge”.
Es preciso reflexionar sobre las estrategias de marketing del miedo que son testimonio del fracaso del “producto”.
Asistir impasibles al derrumbe de una civilización que ha fracasado nos sitúa en un escenario esperanzador: podemos convertir lo que es un problema en una oportunidad para evolucionar hacia algo mejor. “Es la crisis la que ofrece al individuo elegir entre seguridad y libertad; entre comodidad e imaginación; entre delegación y autonomía; elegir entre lamentarnos por los problemas o encontrar soluciones. La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura”, alerta M. Jara, porque tenemos que replantear los conceptos de calidad de vida, progreso o bienestar. La verdad es que nuestra sociedad ha denominado crecimiento, desarrollo y progreso a lo que es consumir a ciegas los recursos que ofrece la naturaleza, lo que es igual a consumirnos a nosotros mismos.
Y todo esto en un mundo en el que más de mil millones de personas pasan hambre, padecen enfermedades, vegetan en la ignorancia mientras se destroza el medioambiente. Una economía social asoma la cabeza entre los residuos provocados por una economía de despilfarro que pretendía hacerse “sostenible” sin reducir su actividad, escribe con esperanza nuestro autor, porque se trata de superar la crisis perenne con valores como la austeridad, la sobriedad, la belleza de lo pequeño; el decrecimiento sostenible.
Cuando nadie ni nada te necesita, ¿qué sentido tiene sobrevivir sin referencia ni esperanza? Pero tiene que ser posible la esperanza en otro mundo posible porque es necesario.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS