Siguen ocultas algunas de las verdaderas motivaciones de la “ayuda internacional”, como el desalojo de millones de personas de los litorales para la construcción de grandes complejos turísticos.
Se cumplen cinco años del maremoto que devastó a una docena de países en el sureste asiático. Medios de comunicación de todo el mundo han dedicado páginas y espacios informativos a una catástrofe que se llevó la vida de 250.000 personas y que dejó sin hogar a cerca de 3 millones.
Buscan conmover con imágenes de turistas que rezan con monjes budistas por los muertos en las playas paradisíacas, junto a hoteles de lujo recién construidos en una zona devastada hace poco tiempo.
Como hace cinco años, se recicla la desesperación momentos después del maremoto. Los videos, las noticias y los Power Points nos recuerdan que existen Sri Lanka, Indonesia y las Maldivas. De ahí que el telespectador asocie la pobreza de esos países con los desastres “naturales” a las que son condenados por su “mala suerte”, como si fueran inevitables. Falta preguntar por qué Australia o Japón, situados en zonas sísmicas similares, no tienen esa misma suerte.
La sobrecarga de esta parte de la realidad oculta la de millones de personas realojadas por sus Gobiernos, que han creado “zonas de seguridad” con el argumento de evitarles futuras tragedias. En realidad, ceden a presiones del Banco Mundial para privatizar el turismo, la electricidad y el suministro de de agua.
En Sri Lanka, el proyecto de reconstrucción fue financiada con los 80 millones de dólares recaudados en nombre de las víctimas. Las personas desalojadas no podrán volver a sus tierras y, miles de ellas, no han recibido compensación por la destrucción de sus hogares, según el informe Respuesta al tsunami: una evaluación de derechos humanos, de ActionAid International.
Los complejos turísticos junto al mar no entienden de zonas de “seguridad”. A los pocos meses del desastre, se oían las excavaciones y el martilleo para la construcción de hoteles de lujo.
La pesca artesanal de antaño sostenía a las familias, pero no contribuía al crecimiento macroeconómico que el Banco Mundial esperaba de Sri Lanka. La catástrofe venció la resistencia a las privatizaciones masivas.
En 2003, los ciudadanos habían rechazado el plan Recuperando Sri Lanka en las urnas. No estaban dispuestos a sacrificar sus terrenos después de décadas de conflicto armado. Ni siquiera por un supuesto “progreso”, que suponía realojamientos masivos para dejar libres las playas y los bosques tropicales para los complejos hoteleros y las autopistas. Las inversiones privadas permitirían una pesca industrial con mayores dividendos que la pesca artesanal. Ocho meses después de las elecciones, el Gobierno pedía a la “comunidad internacional” miles de millones de dólares para la reconstrucción del país.
El parche de la “ayuda” internacional ha disfrazado el fracaso de los Estados a la hora de proteger y respetar los derechos básicos de las millones de personas afectadas por el maremoto. Pero la responsabilidad no recae sólo en los Estados afectados. En el plano internacional, no pueden existir mecanismos jurídicos vinculantes si los Estados no empiezan a transformar sus propios ordenamientos jurídicos para frenar abusos de empresas que operan desde su territorio y que están involucradas en desalojos de personas que antes vivían en las zonas costeras. Se trata de impedir que se aprovechen de “desastres naturales” para enriquecerse mientras se mantienen situaciones de marginación y empobrecimiento.
Algunas ONG se han dejado instrumentalizar por agencias internacionales que diseñan los proyectos que financian, mientras exigen privatización a favor de fines comerciales.
“La ayuda había alcanzado tal magnitud y se había distanciado tanto de las personas a las que servía, que el estilo de vida de sus cooperantes se convirtió en tipo de obsesión nacional”, comenta Naomi Klein en La doctrina del shock. Lo que, según la analista, un religioso llamaba ‘la vida loca de las ONG’: grandes hoteles, apartamentos frente al mar y coches lujosos con aire acondicionado que apenas cabían por los senderos de tierra y que obligaban a todos a comerse la polvareda que dejaban detrás.
Después del tsunami, los turistas se han encontrado con playas y selvas “vírgenes” para hacer un turismo de aventura adaptado a su cosmovisión, como mucha “ayuda humanitaria”. Eso distingue al turista del viajero, al falso cooperante del auténtico: convierte los paraísos naturales en proyecciones distorsionadas que lleva en la maleta y en la memoria de su cámara de fotos.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista y coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)