Ya está bien. No voy a seguir repasando por los siglos de los siglos y los blogs de los blogs las enseñanzas de los sabios que en el mundo ha habido.
Lo sé, lo sé… Nada he dicho acerca de Epicuro, que fue, entre todos ellos, el único que explícitamente cifró su filosofía sólo en eso, la búsqueda de la felicidad, pero no conviene agotar los temas ni, cuando se visita un país o, simplemente, un museo, es juicioso verlo todo. Son los huecos, las carencias, los despistes y los olvidos la palanca que mueve al viajero a volver.
Tecleo estas líneas en un hotel de Santiago de Chile. Anuncié que me iría con Miguel de la Quadra y sus quetzales a la isla de Robinsón Crusoe -en los mapas no se llama así- y aquí me tienen. Llegué hace unas horas, después de doce horas largas de vuelo a bordo de un avión de Iberia en el que todo funcionó a pedir de boca. ¿Qué sería de quien va, desde España, a la América que fue española sin la ayuda de esa línea aérea? Colón sentó el precedente. ¡Tierra a la vista! La del aeropuerto de Santiago.
Salto sin escalas. ¡Hopla! Ni siquiera tengo jetlag, porque he dormido -era de noche- tan plácida y profundamente como mis tres gatos estarán haciéndolo ahora. ¡Todo un mes sin verlos! ¿Cómo se las apañarán? A quien Dios no le da hijos -los míos ya no están en casa- le da animales de compañía.
Mañana, martes, saldremos hacia Isla Negra y Valparaíso, y allí nos embarcaremos en el buque Valdivia de la armada chilena que nos transportará hasta el archipiélago de Juan Fernández. Serán, según me cuenta Miguel, cuarenta horas y dos noches de ruda navegación castrense. Dormiremos (o no) en literas de marinería, sin sábanas ni mantas, zarandeados por el oleaje de unas aguas que sólo ceden en bravura a las del legendario cabo de Hornos.
Eso explica muchas cosas… Explica que Robinsón naufragase y, como no hay mal que por bien no venga, explica también la gozosa circunstancia de que los mariscos de Chile sean tan sabrosos como los del Cantábrico.
Mar batido, ya se sabe: buen percebe, mejor centollo, excelentes almejas y langostas sin textura de estropajo. De los erizos, ¡para qué hablar! Son uno de mis platos favoritos. En Chile, por acumulación de lo que contienen, los sirven de a puño, como si fueran chuletones. En cuanto envíe esta croniquilla de Indias saldré a la calle y… ¡Mmmm! Ya me relamo.
Otro capítulo de la búsqueda de la felicidad.
Nos han dicho que llevemos crema solar de factor elevado a la enésima potencia y oscurísimas gafas de sol para protegernos, durante las horas diurnas, de las radiaciones y los agujeros del ozono, y una pelliza de forro polar para no morirnos de frío por las noches. Gajes de la longitud y la latitud. La Antártida no queda lejos.
Miguel de la Quadra es como Leónidas y quiere curtir a sus quetzales para que no desmerezcan de los Trescientos.
¿Nuevas Crónicas de Indias lo que a partir del jueves me dispongo a escribir? No, no… Eso fue en anteriores ediciones (y expediciones) de la Ruta Quetzal. Miguel era, en ellas, almirante y yo, su Bernal, su Bernardino, su Alvar Núñez. Ahora es Robinsón, y yo, Viernes. Diario de éste último será lo que en los próximos días escriba.
¿Podré enviarlo desde el islote de Juan Fernández? No lo sabemos. Parece ser que la vida es aún allí, por suerte, bastante primitiva. Langostas sí que hay, tiradas y a puñados, pero internet… Ya veremos.
Si durante unos días este blog enmudece, no vayan a pensar que, como Robinsón, hemos naufragado.
O sí. Ya se enterarán por El Mundo, por Moratinos y por los desgarradores maullidos de mis gatos.
Decía Cervantes al comienzo del Persiles: “Mar sesgo, viento largo, estrella clara”.
Y más adelante: “Con todo, si os faltara la esperanza / de llegar a este puerto, no por eso / giréis las velas”…
Ni más ni menos. Como en Lepanto. Con cien quetzales por banda. Lo que importa es navegar.