La especulación de los bancos islandeses ha llevado a su país a la quiebra. Para pagar las deudas a ciudadanos de otros países, Finlandia tendrá que utilizar las ayudas de otros países y del FMI.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha aprobado un préstamo de más de 1.600 millones de dólares a Islandia, el primer país en declararse en bancarrota debido a la crisis económica y financiera mundial. Hace siete meses, lideraba la clasificación del Ándice de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Hoy, sus habitantes protestan contra la inoperancia de su gobierno ante esta crisis que ha asolado su país.
Islandia cuenta con apenas 300 mil habitantes, de los cuales casi la totalidad se encuentran alfabetizados. Su sistema educativo es una referencia, se dice que es el país del mundo donde la gente compra más libros, y tiene el mayor índice de mujeres trabajadoras fuera del hogar. Otra de sus características era la rápida expansión de su sistema bancario. En este caso, la burbuja ha acabado por estallar.
Nada sucede por casualidad, y el hecho de que Islandia no se haya planteado entrar en la Unión Europea (UE) responde a varios motivos. El primero de ellos, la pesca. La pesca es, junto a la producción y exportación de aluminio, un sector fundamental en el empleo y economía islandeses, ya que las aguas que rodean la isla poseen abundantes bancos de bacalao o langostas. El hecho de no pertenecer a la UE les permite explotar esos bancos sin tener que ceñirse a las limitaciones que establecen los organismos comunitarios.
El segundo motivo es su independencia económica. Su banco central ha especulado con grandes capitales provenientes de inversores que han aprovechado beneficiosas condiciones ofrecidas por estos bancos como unos tipos de interés del 15%.
El volumen de negocio de los bancos islandeses multiplicaba por diez el PIB del país, según algunos economistas. Una burbuja insostenible para cualquier Estado, y más para uno tan pequeño como Islandia.
Los bancos islandeses extendieron su negocio hacia el exterior a través de préstamos que permitían la compra de valores e incluso empresas hipotecarias por toda Europa. Se endeudaron pero, en principio, la deuda se compensaría con la entrada de dinero del extranjero a esos bancos islandeses. Pero con la llegada de la crisis, los prestamistas reclamaron su dinero. En ese momento, se calcula que la deuda de los bancos islandeses era seis veces mayor que el PIB. El Estado ha tenido que comprar los tres bancos más importantes, pero tampoco tiene medios para pagar la deuda.
La debacle económica no solo afecta a Islandia. Unos 300 mil ciudadanos británicos dejaron en manos de los bancos islandeses sus ahorros. Pero no solo ciudadanos de a pie, sino también ayuntamientos y organismos públicos que querían sacar un beneficio. Con gran parte del dinero prestado por el FMI y las ayudas de países como Finlandia, Suecia, Noruega y Dinamarca, el gobierno islandés acometerá esas devoluciones tras negociar con el ejecutivo británico.
Por si fuera poco, Rusia también ha entrado en escena. Además de las ayudas del FMI y de los países escandinavos, el país presidido por Dmitri Medvédev también ha facilitado unos 4.000 millones de euros, que permitieron al gobierno islandés la compra del segundo banco del país. A cambio, Rusia podría exigir la utilización por parte de su ejército de la base militar de Keflavik, hasta ahora ocupada por las tropas de Estados Unidos. Así, el problema islandés pasaría de económico a diplomático. A pesar de no tener ejército, Islandia es un país miembro de la OTAN, y el préstamo de la base militar de Keflavik no haría sino tensionar aún más las relaciones entre esta organización internacional y Rusia. Estas no atraviesan su mejor momento, debido a la colocación de escudos antimisiles estadounidenses en países como Polonia y República Checa.
Islandia ha sufrido las consecuencias de la especulación y de las irresponsabilidades de sus banqueros y gobernantes. Como siempre, quien paga es el ciudadano, que mira con incertidumbre al futuro. Islandia ha sido el primero en quebrar, pero puede no ser el último.
Javier García Ropero
Periodista