El nacionalismo es un arma de doble filo. Diferencias entre los nacionalismos de izquierdas y los nacionalismos de derechas. Extracto del capítulo El cambio en la actualidad del libro La causa republicana.
En Latinoamérica hay una necesidad urgente de conquistar soberanía nacional. En el patio trasero del imperio, la soberanía nacional escasea más que en ningún otro lugar. En pocos lugares del mundo ha tenido lugar el expolio que se ha dado allí. Expolio que desde la llegada de los españoles, desde el mal llamado “descubrimiento de América”, no ha cesado hasta nuestros días. Y la única manera de ganar en soberanía nacional es librándose del dominio de las oligarquías locales que han vendido sus países a las potencias extranjeras (Estados Unidos y Europa fundamentalmente). Y la única manera de librarse del dominio de las oligarquías locales es transformando las oligocracias en democracias, es haciendo la transición desde la democracia liberal a la democracia popular, desde la falsa democracia a la verdadera democracia. En Latinoamérica el desarrollo de la democracia va de la mano con el desarrollo de la independencia nacional. En dicha zona la soberanía nacional no puede existir sin soberanía popular. Puede haber ciertos casos excepcionales en que pueda conseguirse soberanía nacional sin mucha soberanía popular. Es el caso de ciertos países cuya clase dirigente no se somete al imperio. Pero depender de una élite es siempre peligroso. La manera más segura de garantizar la soberanía nacional, los intereses de un país, es cuando dichos intereses se identifican con el pueblo, es cuando la soberanía popular alcanza el grado suficiente para no depender de ninguna minoría dominante. Es por esto que la democracia parece avanzar en dichos países, mientras que en los países supuestamente más avanzados, como son Europa o Estados Unidos, retrocede por otros motivos. En “Las venas abiertas de América Latina” Eduardo Galeano nos relata detalladamente el expolio que han sufrido los países al sur de Río Grande. Este libro es imprescindible para comprender lo que está ocurriendo allí en la actualidad. No es de extrañar que Hugo Chávez le diera la promoción que le ha dado al regalárselo al presidente Barack Obama.
El nacionalismo, concepto muchas veces ambiguo que suele ser utilizado por la derecha para desviar la atención respecto de los verdaderos problemas de fondo, puede servir, cuando los ciudadanos de cierto territorio están sometidos a otros países, cuando sus riquezas son expoliadas, de movimiento liberador. La soberanía nacional es un concepto que dependiendo de las circunstancias puede desempeñar un papel liberador o por el contrario represor. En nombre de la “patria” el pueblo puede ser liberado o reprimido. Cuando un pueblo sumido en la pobreza ve que sus riquezas son aprovechadas casi en exclusiva por ciudadanos que están a muchos kilómetros de distancia entonces en este caso la soberanía nacional es un paso previo necesario para que el pueblo pueda disfrutar de las riquezas que en verdad le pertenecen. En este caso, la soberanía nacional significa evitar que dichas riquezas se vayan al extranjero. Ahora bien, una vez conquistada la soberanía nacional, una vez conseguido que las riquezas se queden en el país, de lo que se trata es que las disfrute la mayor parte de su población. Digamos que la soberanía nacional es necesaria pero no suficiente. Se necesita también la soberanía popular. En muchos países, en la mayoría, la soberanía nacional no se ve acompañada de soberanía popular. Las riquezas obtenidas en el propio territorio, o incluso en el extranjero, sólo son disfrutadas por ciertas minorías. Al pueblo, a la gran mayoría, sólo le caen migajas. En estos casos la soberanía nacional se vuelve un concepto engañoso, dañino, porque camufla el hecho de que sólo unos pocos disfrutan de la riqueza del país. La soberanía nacional es beneficiosa cuando sirve para alcanzar la soberanía popular, pero es perjudicial cuando impide alcanzarla, cuando la sustituye, cuando camufla el hecho de que un pueblo no es en verdad soberano.
Es por esto que, a pesar de que la izquierda propugna el internacionalismo, la solidaridad proletaria internacional, en ciertos casos, usa también el nacionalismo como herramienta de liberación. La izquierda, que persigue fundamentalmente la soberanía popular, el poder del pueblo, la verdadera democracia, en ciertas ocasiones, usa la soberanía nacional para alcanzarla, como etapa previa imprescindible. Pero, a diferencia de la derecha que procura evitar la soberanía popular, que pretende sustituirla por la soberanía nacional, la izquierda no se conforma con ésta última. Para la derecha la nación es un concepto abstracto detrás del cual se esconde, se camufla, se suaviza, la división en clases sociales contrapuestas, el hecho de que una minoría domina al resto de la población. Cuando habla la derecha de los intereses de la nación, se refiere en realidad a los intereses de sus clases dominantes. Las élites se esconden tras el disfraz de nación. La nación es un concepto que permite subsumir la división clasista de una sociedad, que permite a las élites dominar al pueblo, que permite que los proletarios sean utilizados por los capitalistas para luchar por sus intereses, escudados bajo el disfraz de los intereses de la nación. En ciertas ocasiones, especialmente cuando la conciencia de clase de las clases dominadas está bajo mínimos, la lucha de clases es sustituida por la lucha entre naciones. La izquierda nunca debe perder de vista que la verdadera lucha es la lucha de clases. Á‰sta es la única que puede emancipar al conjunto de la humanidad.
La lucha entre naciones no es más que la lucha entre sus élites, entre los opresores de las naciones, movidos por la competencia por los recursos naturales del planeta. Uno de los mayores errores que puede cometer la izquierda es caer preso del concepto-trampa de nación y apoyar la guerra entre naciones. Como así ocurrió en la primera guerra mundial. En la segunda guerra mundial la verdadera izquierda ya estaba fuera de combate. La guerra civil española supuso el triunfo internacional de la derecha. Y mientras, en la Unión soviética la nueva derecha, denominada estalinismo, ya había triunfado. La URSS se convirtió en una nueva potencia imperialista, demostrando, por cierto, así también, la degeneración de la revolución rusa, la mutación de la izquierda en derecha. Si en la URSS de verdad hubiera habido un régimen claramente de izquierdas, en vez de invadir el Este de Europa, en vez de aliarse temporalmente con la Alemania nazi, en vez de renunciar a la revolución proletaria internacional, al contrario, se hubiera apoyado a los movimientos revolucionarios emergentes en vez de intentar controlarlos, se hubiera potenciado la Internacional en vez de liquidarla, se hubiera ayudado a liberar países en vez de invadirlos, la URSS no se hubiera convertido en una nueva potencia imperialista que competía con el resto de potencias imperialistas capitalistas. No pretendo simplificar en exceso lo que ocurrió en la URSS bajo el régimen de Stalin. Bien es cierto también que las circunstancias eran muy difíciles, que no es lo mismo teorizar sobre el socialismo que construirlo, etc., etc. Pero, si analizamos la política exterior que empezó a ejercer la URSS bajo la batuta de Stalin, indudablemente, se encuentran claros síntomas de que la revolución estaba fracasando, de que se estaban traicionando los principios fundamentales de la revolución socialista, de la izquierda. Se renunció al internacionalismo y se sustituyó por la teoría del socialismo en un solo país, se pactó con el diablo, se reprimieron movimientos revolucionarios importantes (la influencia de Stalin en el derrotero de la revolución española de 1936 no es nada desdeñable), se adoptó la filosofía imperialista, se participó en el reparto del mundo entre los distintos vencedores de la guerra. Sin contar, como si no contara, el régimen de terror impuesto, el totalitarismo en que degeneró Rusia, sin contar las deportaciones, los campos de exterminio, los asesinatos de los disidentes, incluso de los antiguos camaradas bolcheviques que lideraron la revolución, como Trotsky y tantos otros.
Pero aquí estamos analizando la degeneración de la política exterior soviética que denotaba la degeneración del régimen “socialista”. Degeneración que tiene que ver con la adopción por parte de la supuesta izquierda de conceptos de la derecha, como el nacionalismo opresor, que se convierte en imperialismo. La izquierda, que luchaba contra el imperialismo, se convertía en imperialista, dejaba de ser izquierda. La política exterior de la URSS no se diferenciaba, en lo sustancial, de la política exterior del resto de potencias imperialistas. Y en algunas cuestiones, incluso empeoraba hasta extremos grotescos. Se llegó al extremo de cercar los países “liberados”, de construir muros para que sus ciudadanos, que “incomprensiblemente” deseaban escapar, no pudieran huir del “paraíso socialista”. El muro de Berlín, el muro de la vergÁ¼enza, es la prueba más elocuente del fracaso del “socialismo real”. La construcción del muro fue el acto final del fracaso de la revolución rusa. Era sólo cuestión de tiempo que los regímenes detrás del telón de acero colapsaran. El estalinismo es un claro ejemplo de cómo puede degenerar la izquierda cuando no se usan los métodos correctos, de cómo la izquierda puede transformarse en la derecha, en la peor derecha. Realmente podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que el estalinismo fue el que realmente derrotó al socialismo, más que el capitalismo. Los graves errores cometidos por la izquierda fueron los que, principalmente, posibilitaron, con el tiempo, su derrota. Errores que, por cierto, no pueden achacarse exclusivamente a Stalin, aunque desde luego contribuyó mucho. Errores que ya cometieron Marx, Engels, Lenin o Trotsky. Remito al capítulo “Los errores de la izquierda” del libro “Rumbo a la democracia” donde analizo con más profundidad lo que ocurrió en esos tiempos en la URSS.
Como decía, en la primera guerra mundial, una parte de la izquierda cayó en la trampa del nacionalismo opresor y sustituyó la lucha de clases por la guerra entre naciones. Guerra hecha por los proletariados de las mismas pero dirigidas por sus élites. Cuando la izquierda cae en dicha trampa, permite que los proletarios luchen unos contra otros, por sus amos, defendiendo los intereses de los que les oprimen, en vez de contra sus opresores. La guerra entre naciones se convierte en una lucha entre los oprimidos del mundo en defensa de los intereses de los opresores. La verdadera guerra, la que emancipa al conjunto de la humanidad, debe ser entre los oprimidos del mundo y sus opresores, estén donde estén. Como decía José Martí, ¡Patria es humanidad!
La izquierda defiende los intereses de todos los oprimidos del mundo, los intereses generales de la humanidad. Defiende la distribución lo más equitativa posible de la riqueza, pero no sólo dentro de un país, sino también a nivel mundial. La izquierda no defiende que una nación sea más rica que otra, sino que todos los seres humanos, vivan donde vivan, tengan las mismas oportunidades, tengan una vida digna. La izquierda propugna la solidaridad entre todos los seres humanos, entre todas las naciones también. Propugna que los excedentes que produce la economía se distribuyan para satisfacer las necesidades de todos los seres humanos. Nuestra civilización ha llegado a un punto en que su tecnología es capaz de satisfacer las necesidades básicas de toda su población. No es admisible, desde la lógica y la ética, que en unos lugares haya gente que se muere de hambre mientras en otros sobran alimentos y se tiran o se autorreprime la producción de alimentos. No es admisible que en ciertos lugares la población tenga una vida de despilfarro mientras en otros lugares la población no pueda acceder a lo más básico como el agua o los alimentos o la higiene o la sanidad. No todos los países pueden tener el mismo consumo energético que Estados Unidos o Europa porque la Tierra tiene unos recursos finitos. Pero sí pueden todos los países satisfacer sus necesidades más básicas. La humanidad tiene en la actualidad capacidad más que suficiente para alimentar bien a toda su población, para que toda ella viva no en condiciones de lujo, de despilfarro energético, pero sí en condiciones dignas. Hay que redistribuir la riqueza. Dentro de los países y entre los países. Y para ello el sistema mundial debe cambiar de filosofía. El capitalismo debe ser sustituido por otro sistema.
Hay que superar la fase en que todos están en guerra contra todos, en que unas clases se enfrentan a otras, unos países a otros. Debemos adquirir, por fin, conciencia planetaria. Gaia no entiende de fronteras. Debemos ampliar nuestra perspectiva. Debemos pasar de la adolescencia a la edad adulta. Nos va en ello la supervivencia. Pero la lucha de clases no acabará “espontáneamente”. Mientras haya clases, o por lo menos mientras estén demasiado contrastadas, habrá lucha de clases, ésta protagonizará la historia humana. La lucha de clases acabará cuando una de las dos principales clases gane definitivamente. Las clases bajas, el pueblo, la humanidad, o las clases altas, el capital. La lucha de clases acabará cuando la sociedad se emancipe definitivamente y logre alcanzar por fin un sistema lógico, ético, justo, sostenible, o bien, por el contrario, cuando la humanidad acabe siendo dominada definitivamente por una tiranía mundial, por un régimen donde el individuo sea completamente sometido, anulado, si es que ello es posible, en el supuesto de que nuestra civilización no colapse antes. La lucha de clases, por lo menos esta lucha tan intensa, acabará cuando la civilización humana se haga verdaderamente civilizada, o, por el contrario, cuando la civilización degenere definitivamente, o, incluso, cuando se extinga. Puede que en el futuro, en una sociedad suficientemente civilizada, mucho más civilizada que la actual, siga habiendo distintos intereses contrapuestos, pero que no estén tan contrastados como para que la historia gire en torno al enfrentamiento entre los mismos. En tal caso, la lucha de clases dejaría de protagonizar, de dominar, la historia. Pasaría a ser algo secundario, a ser un simple conflicto de intereses que, bajo el régimen de la verdadera democracia, se resolvería de forma más o menos natural, nada traumática.
La izquierda está del lado de la humanidad, de la supervivencia, de la ética. Y para que gane la humanidad, para que la riqueza se distribuya, hay que librarse de las dominaciones actuales que lo impiden. Cada país debe librarse de sus élites dominantes (hay que conquistar la soberanía popular) y cada país debe librarse de los países y organismos internacionales, como el FMI, que los dominan (hay que conquistar la soberanía nacional). Que en cierto momento haya que recurrir al nacionalismo para recuperar la riqueza generada localmente que está siendo expoliada, robada, no significa que parte de la riqueza generada en el propio lugar no pueda, en determinado momento, una vez que las necesidades locales estén satisfechas, ser exportada a otros lugares. No es lo mismo que las riquezas locales se vayan a otros lares para ser disfrutadas por unos pocos ciudadanos ricos mientras la población local está sumida en la pobreza que conseguir primeramente que las riquezas locales se distribuyan entre la población local, erradicar la pobreza local, para a continuación exportar los excedentes a otros lugares para que los disfruten amplias capas de población extranjera. El nacionalismo debe ser usado por la izquierda no como una manera de acaparar riqueza, de generar desigualdades, sino, precisamente, como una manera de evitar que la riqueza sea acaparada por ciertas naciones, por ciertas élites, como una manera de generar igualdad o por lo menos de acotar las desigualdades. Para la derecha el nacionalismo es una herramienta útil para acaparar riqueza, para la izquierda, al contrario, para distribuir la riqueza. El concepto de nación es muy peligroso porque, como decía, puede servir tanto para liberar al pueblo como para oprimirle, para acaparar riqueza como para distribuirla. Existe un nacionalismo opresor y un nacionalismo liberador. Pero, como todo en la vida, si no se pone cuidado, el nacionalismo liberador puede convertirse en represor. En caso de usar el nacionalismo, hay que hacerlo con mucha precaución.
Para la izquierda la nación equivale al pueblo. O dicho de otra manera, para la izquierda una nación está dividida en clases sociales antagónicas. La izquierda, que pretende superar la actual composición clasista de la sociedad, que pretende erradicar las clases sociales, o por lo menos, disminuir los grandes contrastes entre ellas, no debe olvidar nunca que la sociedad está dividida en clases contrapuestas, en clases opresoras y oprimidas, minoritarias y mayoritarias. La izquierda representa los intereses generales de la mayoría, del pueblo. Pueblo vs. Nación. Soberanía popular vs. Soberanía nacional. Izquierda vs. Derecha. Para la derecha la soberanía nacional puede convertirse en un fin en sí mismo (por lo menos cara al pueblo, en realidad también es un medio), para la izquierda es sólo un medio. Para la derecha la soberanía nacional es un medio de evitar la soberanía popular, para la izquierda, por el contrario, es un medio de alcanzar la soberanía popular. Aunque en los últimos tiempos, en estos tiempos de globalización económica, en los que los dueños del mundo ya no son ciertos países sino que ciertas empresas multinacionales, ciertos capitalistas, la soberanía nacional deja de ser un concepto tan defendido por la derecha, deja de ser un medio tan eficaz para la derecha. Ahora la derecha, que defiende en el fondo la acumulación de la riqueza en pocas manos, ya no necesita tanto a los nacionalismos. El concepto de soberanía nacional da lugar a lo que podemos llamar soberanía empresarial. Á‰ste último concepto empieza poco a poco a sustituir al anterior. Lo que antes era el país, ahora empieza a ser la empresa. Cuando los trabajadores tenemos que oír los discursos oficiales de los ejecutivos de las empresas que hablan de la empresa como algo a lo que pertenecen todos sus empleados, que debe ganar dinero por el bien de todos, que es necesario apretarse el cinturón por su supervivencia, nos enfrentamos a las mismas falacias que oímos los ciudadanos cuando nos dicen que el país debe crecer, debe crear riqueza por el bien de todos, exige sacrificios. En ambos casos, la riqueza generada sólo la disfrutan unos pocos, la burguesía en un país, los accionistas y algunos ejecutivos en una empresa. En ambos casos, los de abajo deben siempre ser los que se sacrifiquen por el bien del grupo, en verdad por el bien de la minoría dominante del grupo. En tiempos de vacas flacas los de abajo se llevan la peor parte. Pero cuando las cosas van bien, no disfrutan, o disfrutan mucho menos, de la riqueza generada. Lo importante es que, en cualquier grupo humano, ya sea éste un país o una ciudad o una empresa o…, exista la democracia, la igualdad de oportunidades, la libertad, que la riqueza generada por el grupo sea distribuida entre los miembros del grupo de la manera más equitativa y justa posible.
En definitiva, un pueblo, o en general un grupo humano, no puede ser libre si está sometido a otro pueblo, o a otro grupo humano (si no tiene soberanía nacional), y si la mayor parte del mismo está sometido a una minoría (si no tiene soberanía popular). Es más, cuando un pueblo somete a otro, entonces tampoco él es verdaderamente libre. Porque un pueblo que oprime basa su existencia, su desarrollo, su prosperidad, en la opresión. Porque un pueblo que oprime se expone también a ser oprimido. Porque cuando alguien acepta las reglas del juego se expone a ellas, además de convertirse en cómplice de las mismas. Cuando alguien asume que la explotación es algo natural, inevitable, lícito, entonces se expone también a ser explotado. En cuanto alguien oprime a otra persona, se crea precedente, se expone a ser él mismo oprimido en determinado momento. Su libertad se ve amenazada. Y cuando alguien vive bajo la amenaza permanente de perder su libertad, aunque sólo sea en parte, entonces no puede comportarse libremente, o se comporta de manera menos libre, vive condicionado, a veces excesivamente condicionado, por el miedo a perder su libertad. Todos sabemos, a medida que vamos adquiriendo experiencia en la vida, que debemos callarnos cada vez más, que no podemos hablar tan libremente como desearíamos, que no somos tan libres como inicialmente pensábamos cuando éramos más jóvenes. Nacemos con cierta libertad y a medida que envejecemos vamos poco a poco perdiendo dicha libertad, en vez de al revés. Como dice un proverbio checo, nuestros padres nos han enseñado a hablar y el mundo a callar.
Y esto ocurre porque vivimos en una sociedad que no es suficientemente libre, en la que la libertad, en vez de aumentar con el tiempo, al contrario, disminuye. Una sociedad en la que en vez de fomentar la libertad, de realimentarla, al contrario, se la reprime. Una sociedad basada en mentiras, en la que la verdad, al contrario de lo proclamado hipócritamente, está mal vista. En la que sólo puede decirse lo “políticamente correcto”, en la que la sinceridad es peligrosa, un handicap para la supervivencia. Tan poco libre es en verdad nuestra sociedad que no sólo tenemos que autorreprimirnos para actuar sino que incluso también hasta para hablar. Tenemos una sociedad que no sólo nos reprime explícitamente cuando es necesario sino que, lo que es peor, lo que es más peligroso todavía, lo que es más eficaz si cabe, lo hace normalmente implícitamente, no necesita hacerlo de forma explícita porque nosotros mismos aprendemos a autorreprimirnos. Tenemos una sociedad en la que la mayor parte de sus individuos aprenden, con el tiempo, a renunciar voluntariamente, aunque desde luego condicionados por el entorno, a su propia libertad. Poco puede avanzar la libertad en una sociedad cuando la mayoría de sus miembros renuncian ellos mismos a ser libres. La lucha por la libertad se está trasladando al interior de la mente de los individuos. La alienación del individuo, de la sociedad en general, está llegando a tal punto que la lucha se interioriza en cada persona. La libertad retrocede hasta en las mentes de los individuos. Aprendemos a reprimirnos a nosotros mismos para actuar, para hablar, y hasta para pensar. Afortunadamente, algunos pocos individuos no sucumben ante este disimulado totalitarismo mental. Algunas “ovejas negras”, algunas “manzanas podridas”, pueden impedir el éxito definitivo del totalitarismo mental que se nos puede avecinar. Afortunadamente, las cada vez más frecuentes e intensas contradicciones del sistema actual pueden desmoronar dicho sutil totalitarismo. Quizás, incluso, aunque no podemos depender sólo de esta aseveración, en el fondo, la libertad sea imposible vencerla definitivamente, sólo sea posible reprimirla temporalmente porque, tarde o pronto, el impulso innato hacia la libertad del individuo renace.
Pero, como digo, no podemos agarrarnos a esta última esperanza. No es prudente pensar que, tarde o pronto, la libertad renace porque en la actualidad, dado el nivel tecnológico al que hemos llegado, tenemos un serio peligro de autoextinción. Necesitamos, más que nunca, que la libertad triunfe definitivamente. Hay que luchar por ella explícitamente, activamente, urgentemente. Debemos en primer lugar vencer al totalitarismo en nuestras mentes. Debemos aprender a pensar libremente, a hablar libremente y, finalmente, a actuar libremente. Debemos practicar, cada uno de nosotros, una rebelión individual. Remito al capítulo “La rebelión individual” del libro “Rumbo a la democracia”. La semilla de la revolución social es la revolución individual. Sin la segunda no es posible la primera. La emancipación social pasa por la emancipación individual. La liberación social debe consistir en la coordinación de las liberaciones individuales. La libertad en la sociedad sólo podrá triunfar si triunfa en cada individuo. El frente de la lucha por la libertad está actualmente en nuestras mentes, en cada mente de cada individuo. El frente ideológico es el determinante. Si conseguimos vencer al totalitarismo en el frente de las ideas, tenemos la guerra casi ganada. La lucha se traslada del individuo a la sociedad en su conjunto. La clave, como siempre, reside en nuestros cerebros, en las ideas. Una vez ganada la libertad en el frente de las ideas, será mucho más fácil ganar en el resto de los frentes, aunque la victoria en el primer frente tampoco garantiza el éxito en el resto de frentes. Una vez ganado un terreno, aunque sea el terreno clave, hay que seguir luchando para conquistar más terreno.
La teoría debe ser complementada por la práctica. Primero teoría y a continuación práctica, aunque ésta a su vez debe realimentar a la primera para refinarla. Tan importante es la teoría como la práctica. No olvidemos la esencia del método científico, nuestro aliado técnico. De las palabras, de las ideas, hay que pasar a los hechos, lo cual no es siempre fácil. De hecho, muchas veces es más fácil hablar o pensar que hacer. Pero si no tenemos primero claras las ideas entonces no hay nada que hacer. Debemos actuar pero con guión, con objetivos claros y concretos, con estrategias claras. Este libro pretende contribuir a tener las ideas claras, pero su autor es muy consciente de la dificultad de pasar de la teoría a la práctica. Todos sabemos, por nuestras experiencias cotidianas diarias, por nuestras vivencias, lo fácil que resulta muchas veces hablar y lo difícil que es hacer lo que se dice. Pero esto no quita la importancia de saber primero qué hacer para luego pasar a la acción. Mucha gente no sabe ni siquiera qué hacer. Debemos tener en cuenta que mucha gente no es consciente, o no lo es suficientemente, de muchas ideas expuestas en este libro. A alguien que ya es consciente de las mismas puede parecerle innecesario la insistencia y la extensión de algunos de mis razonamientos, pero cuando uno debate con gente de su entorno, gente “normal”, entonces se da cuenta de que hay que hacer un gran esfuerzo de explicación y concienciación, de demostración de las ideas expuestas. Este libro va dirigido no sólo a los que ya son conscientes de la importancia de la causa republicana, de la democracia, de la libertad. Va dirigido en general a todo el mundo, incluido el gran público. Además, pretendo también, humildemente, aportar razonamientos lo más elocuentes posibles que puedan ayudar a la vanguardia de la ciudadanía, más consciente que la media, para convencer a sus conciudadanos menos concienciados.
La lucha por la libertad, en verdad, no acaba nunca. Debemos siempre luchar contra las peores tendencias del ser humano. Tendencias que reprimen la libertad. Una vez conquistada la libertad, la democracia, la sociedad deberá estar en permanente alerta para no volver a perderla. El sistema deberá tener mecanismos concretos que impidan la involución, el retroceso en libertades, el retroceso de la igualdad. Dichos mecanismos debe proporcionarlos la auténtica democracia. Habrá que luchar no sólo para ganar la libertad sino que incluso también para no perderla. La historia demuestra, sin lugar a dudas, que las conquistas sociales nunca están aseguradas. Lo que nos está ocurriendo en la actualidad, la pérdida de derechos laborales, el retroceso de la libertad, la involución democrática, se producen, entre otras razones, porque la sociedad, el pueblo, no lucha por mantener sus conquistas sociales. No sólo no luchamos para avanzar, sino que incluso tampoco estamos luchando para impedir retroceder. Y recordemos que el progreso es la izquierda, mientras que el retroceso es la derecha. Estamos actualmente retrocediendo porque la iniciativa la lleva la derecha, porque la izquierda auténtica está fuera de combate. ¡Necesitamos urgentemente el resurgimiento de la izquierda!
Una vez conquistado un terreno hay que seguir luchando para mantenerlo, para defenderlo. La vida es una permanente lucha. La existencia consiste básicamente en luchar. Una sociedad que no lucha está muerta, está condenada. Una persona que renuncia a la lucha, renuncia a la vida, se convierte en un muerto viviente, en un zombi. Una persona que renuncia a su libertad, que renuncia a ser ella misma, se convierte en una marioneta, en una simple pieza del engranaje social. Una persona que se conforma con sobrevivir, que renuncia a la inteligencia, a la ética, a satisfacer sus necesidades intelectuales, psicológicas, renuncia a lo que nos hace especiales como especie, renuncia a ser humana en el mejor sentido de la palabra, se conforma con ser un animal, un cerdo de dos patas. La humanidad debe luchar por ser humana, por mantener y desarrollar sus mejores facetas, las que la hacen ser una especie única en nuestro planeta, excepcional (no vamos a decir que única) en el Universo.
Cuando alguien contribuye a una sociedad menos libre, se vuelve a su vez menos libre. Cuando la libertad disminuye o se ve amenazada en la sociedad, todos los individuos somos menos libres. El miedo a perder nuestra libertad nos hace, de hecho, perder libertad. Como suele decirse, cuando un hombre está preso injustamente, ningún hombre está libre del todo. Una persona verdaderamente libre aspira a no ser oprimida ni a oprimir. Aspira a que en toda la sociedad reine la libertad, aspira a erradicar la opresión. No podemos ser completamente libres mientras la libertad no se aplique a todos nuestros semejantes. Así como una gota de aceite se expande fácilmente en un vaso de agua, la opresión, la restricción de la libertad, aunque sea inicialmente aplicada sólo a unos pocos individuos, incluso en el caso extremo a un solo individuo, se expande rápidamente por la sociedad. Amenaza por completo a toda la sociedad. Y, con el tiempo, si no se la combate, acaba por dominar toda la sociedad, acaba incluso por exportarse a otros lugares. Así como una persona verdaderamente libre aspira a que todas las personas lo sean también (exceptuando a aquellos individuos que hayan cometido delitos y sea necesario restringir su libertad, por supuesto), un pueblo verdaderamente libre aspira también a que todos los pueblos lo sean también. Como decía Engels, un pueblo que oprime a otro pueblo no puede ser libre.
Cuando un pueblo oprime a otro es en realidad porque la élite del primero oprime al segundo. Porque existe una élite dominante en el pueblo opresor, y, además, generalmente, una élite opresora cómplice en el pueblo oprimido. La élite del país opresor no sólo oprime a un pueblo extranjero sino también a su propio pueblo, aunque a veces menos. Un pueblo que oprime es en verdad también oprimido, aunque no necesariamente con la misma intensidad ni de la misma forma. Para cualquier élite opresora no importa quiénes sean los oprimidos, importa explotar a quien sea para enriquecerse. Para cualquier élite, que se esconde bajo el disfraz de la nación correspondiente, de los intereses generales, lo único importante es el dinero (su auténtica patria), sus intereses particulares. Por esto, cuando el concepto nación ya no les sirve, como ocurre en la actualidad, cuando la actividad económica trasciende fronteras, las élites, cuya única nación común es el dinero, el capital, prescinden de dicho concepto y lo sustituyen por un falso internacionalismo. Lo único que tienen en común las distintas élites de los distintos países es su afán común por seguir enriqueciéndose. El internacionalismo de la derecha es el que gira alrededor del dinero, de la explotación. Es la explotación global de los recursos planetarios para beneficio de unos pocos. Explotación que adopta distintas formas a lo largo de la historia: colonialismo, imperialismo, y ahora globalización económica. El internacionalismo de la izquierda, sin embargo, gira en torno a los derechos humanos. La derecha pretende explotar internacionalmente. La izquierda, al contrario, pretende liberar internacionalmente.
La izquierda, que aspira a que los pueblos sean libres, debe defender por tanto la soberanía nacional y la soberanía popular, ambas. Por esto, entre otras razones, la izquierda debe defender también el derecho de autodeterminación de cualquier grupo humano (remito a mi artículo “El derecho de autodeterminación”). Aunque sin olvidar que el objetivo último, el primordial, es la soberanía popular. Un pueblo que se independiza de otro pero que no alcanza la soberanía popular, en verdad no gana mucho, simplemente sustituye una oligarquía extranjera por otra local. Para el ciudadano de a pie no hay mucha diferencia entre ser explotado por un capitalista extranjero o por uno de su propio país. Esto nunca debe olvidarlo la izquierda. La soberanía nacional no es un objetivo en sí mismo, es un medio para alcanzar la soberanía popular. Á‰sta es la principal diferencia entre el nacionalismo de derechas y el de izquierdas. La izquierda, en verdad, no tiene vocación nacionalista. Tiene vocación emancipadora. El nacionalismo le sirve, en determinadas circunstancias, sólo como medio de emancipación popular. La izquierda defiende unos valores universales. La aplicación efectiva de los derechos humanos, que son universales, que se reconocen por igual para todos los seres humanos independientemente de su sexo, raza, o nación.
En Latinoamérica se produce el cambio porque en la sopa del cambio, el principal ingrediente, la necesidad, existe en gran cantidad. Los países de Iberoamérica no pueden desarrollarse con todo el potencial que tienen porque las oligarquías locales constriñen su desarrollo. En dichos países, muchos de ellos potencialmente ricos, sus habitantes, la gran mayoría, viven en la pobreza mientras ven que sus riquezas naturales se van a otros lares. Dichas oligarquías han apostado por hacer de intermediarios entre los recursos naturales de sus países y los explotadores de dichos recursos, las potencias extranjeras, en vez de explotar ellas mismas sus recursos. A diferencia de otras zonas del mundo, donde la burguesía lidera el desarrollo económico para su enriquecimiento, donde la burguesía explota los recursos locales para luego explotar los remotos, en Latinoamérica, por el contrario, la burguesía local se limita a poner en manos de la burguesía internacional sus países y a cobrar por los servicios prestados, por simplemente hacer de intermediarios. Es por este motivo que en dichos países, la burguesía local es aún más dañina, porque ni siquiera se preocupa del desarrollo local. Por lo menos las burguesías norteamericana o europea han posibilitado cierto desarrollo en sus países porque lo han liderado directamente, han posibilitado que a sus respectivos pueblos les llegue algunas migajas de la riqueza obtenida a partir de sus recursos naturales, además de los recursos naturales explotados en el extranjero. Aunque también limitan el desarrollo de sus países por su afán de no perder el control de la economía, aunque impiden que las riquezas obtenidas sean disfrutadas por todo el pueblo, al que sólo le llegan migajas, por lo menos al pueblo le caen algunas migajas, cosa que no ocurre en Latinoamérica. En el “nuevo” continente se dan más contradicciones y más intensas que en otras zonas del planeta. Y por consiguiente, dichas contradicciones estallan cada cierto tiempo. En pocos lugares han existido durante tanto tiempo tantos movimientos guerrilleros como allí. Lo interesante de lo que está ocurriendo actualmente en ese continente es que parece que ciertos países han optado por otra vía para el cambio: el desarrollo de sus democracias. Parece que el ejemplo del Chile de Salvador Allende está cundiendo por todo el continente: la transformación del sistema burgués desde dentro, usando sus propias armas.