Discriminación bien vista.
Desde múltiples sectores de la Sociedad se está haciendo hincapié en la igualdad de los derechos entre hombres y mujeres, es uno de los avances del Humano en materia de progreso en lo que a derechos básicos se refiere. Queda un largo camino por recorrer, los medios nos inundan a diario con noticias en las que se narra, una vez más, la triste historia de una mujer que es asesinada, maltratada, denigrada o discriminada; puede que esta tarea lleve décadas, siglos; puede que la tengan que retomar nuestros hijos y nuestros nietos, tanto en nuestro territorio como fuera de él. Son pocas las campañas de sensibilización y los medios activos que trabajen en la raíz del problema: la Educación. Pero se avanza hacia ello, todos somos conscientes en menor o mayor grado: aunque en el camino sigan perdiendo la vida, la felicidad, el empleo o el derecho a ser reconocidas como iguales muchas mujeres. A diario, cada hora. Cada minuto.
Sin embargo, no voy a aburrirme a mí mismo hablando de lo obvio. Cuando digo ‘obvio’ es porque hay una serie de escenarios en los que somos muy conscientes de estas desigualdades: la figura del hombre machista, maltratador; las culturas, tanto nacionales como internacionales, donde la mujer es tratada peor que las bestias; etc. En los escenarios típicos, los que nos proporcionan los medios, sabemos reconocer la discriminación hacia la mujer y pedir el cambio: yo deseo escribir acerca de aquellos entes y/o escenarios en los que se discrimina a la mujer y que, más allá de ser bien vistos, han sido convertidos en una insignia de la ‘mujer libre’, tergiversando con esta falacia la realidad que subyace detrás de toda una serie de mecanismos sutiles e implementados en la Sociedad de Consumo.
Cuando pienso en igualdad entre mujeres y hombres, pienso en respeto físico y psicológico; pienso en los mismos derechos y deberes, las mismas aspiraciones y retribuciones por el desempeño de una profesión; pienso en un reparto de las tareas caseras en base a un mutuo acuerdo, la libertad de elegir qué hacer o qué no hacer con la propia vida sin que exista ningún ente Público, Privado o Individual que pueda suponer una barrera para ello. Y no sólo pienso esto respecto a hombres y mujeres: es mi concepto de igualdad social en general. Para hombres y mujeres, emigrantes e inmigrantes, blancos y negros, capacitados y discapacitados.
Sin embargo, me percato que la realidad social del día a día dista mucho de ser así. Y no sólo me percato a través de aquello que denomino ‘obvio’: me percato, también, a través de lo que es menos obvio.
«Los entes que discriminan a la mujer y son bien vistos, incluso sobrevalorados».
Con esta descripción aludo principalmente a las empresas y empresarios que venden la libertad de la mujer en base a lo que ella consume y convierte en su imagen. Ahí fuera hay centenas de empresas de la industria textil, cosmética y de ocio frotándose las manos para que la mujer se deje su renta, la que no es igual a la del hombre, la que le cuesta sudor conseguir, la que le supone echar horas ‘fuera de casa’; todo está perfectamente estudiado. En el momento que una mujer ingresa su nómina mensual, el conjunto discriminatorio comienza a funcionar: compra ropa de temporada, complementos, perfumes y cremas; pasa horas en centros comerciales probándote nuestros textiles fabricados en países donde niños son explotados para que tú te puedas poner esa prenda que vale, ¡tres euros! ¡Qué barbaridad! ¿No se os ha ocurrido pensar por qué la ropa de mujer vale más barata que la ropa de hombre, en general? ¿y esa música que ponen en las tiendas, que por un momento os ayuda a imaginaros con ‘ese atuendo’ en ‘ese sitio’ en particular? Compra bolsos, zapatos y cinturones a juego: esa chaqueta es de hace dos temporadas, ¡olvídala en el fondo de tu armario, junto a las otras diez que tienes! Destroza tus lumbares llevando tacones de vértigo, colecciona cientos de zapatos para un par de pies, pasa ratos de dolor depilándote hasta lo más íntimo, compra ese perfume del que el ochenta por ciento del precio lo supone el frasco, embota tu piel con varias clases distintas de maquillaje para salir por la mañana de tu casa disfrazada como un payaso: ‘compra, mujer: la independencia económica te hace libre’. Esa cartera está obsoleta, ese conjunto de ropa interior es precioso (lástima que sólo lo vea tu marido o tu amante, o tú delante de un espejo), mira qué coquetos son esos anillos de plástico o qué bien te van a quedar esos pendientes, que ya tienes cincuenta. Llega una fiesta: no cometas en error de ponerte algo que ya te has puesto en otra ocasión, pues resulta que el epicentro de ese evento eres tú y tu traje, todo el mundo te va a tener bajo su más atenta mirada como si no tuvieran nada mejor que hacer con sus vidas. Pasa horas en una peluquería para hacerte un peinado que has visto en alguna cabeza que no es tuya, o a unas malas, déjalo en manos del peluquero ése que te cae tan bien: total, aunque te deje hecha una pena pondrás todos tus esfuerzos en disimular y autoconvencerte de que te está bien. ¿Y qué hay de los cánones? ¿qué hay de la moda? Las pasarelas, qué más bien parecen el corredor de la muerte de alguna prisión de seguridad, un circo o, a unas malas, el mismísimo Purgatorio: por ellas vagan chicas jóvenes y bellas a las que su propia imagen y las exigencias de algún excéntrico pervertido convierten en fantasmas, sacos de huesos famélicos que sustentan ‘trajes’ estrafalarios e imposibles. Sus rostros pálidos y demacrados reflejan una Sociedad podrida donde la importancia de la imagen tiene consumida a la mujer, que si bien hace unas décadas adquiría los caprichos del dinero de aquel hombre con quien estuviera, hoy en día los paga con el sudor de su frente en un trabajo donde el equipo directivo jamás le concederá los derechos ni las oportunidades de alcanzar sus puestos. Pero no, estos organismos no discriminan a la mujer, esta ‘visión’ general sobre la mujer y su imagen no es un maltrato, no es un atentado contra el sentido común: es una elevación de la libertad. «Yo puedo gastarme el dinero en lo que quiera» dista mucho de «tengo los mismos derechos y obligaciones que un hombre, no soy una fachada a la que hay que contemplar y mi dinero lo gasto en aquello que me parezca conveniente, pues soy libre». Por el contrario, ahí las veo, como una manada de animales cegados por el brillo de los neones y anestesiadas por alguna melodía subliminal: madres que ya compran ropa de moda a sus niñas, les planchan el pelo, les ponen sortijas: señora, ¿se ha parado a pensar que quizá su hija estaría deseando pegarle patadas a una pelota en el parque con los demás críos? Las tiendas, propiedad de algún empresario viejo y carcamal al que sólo le interesa engordar su bolsillo gracias a un experto equipo técnico de marketing que estudia minunciosamente cómo sacar hasta el último euro de tu bolsillo, desde que entras hasta que sales, siguiendo un ciclo por los expositores que está previamente calculado; qué bonita esa camisa, qué bonito ese pantalón: ese jersey es muy caro, me voy a otra tienda a ver si tienen algo parecido por un menor precio. ¿Y qué hay de los bares y discotecas? ‘Chicas, copas gratis’; quizá convendría desglosar esa frase en un ‘chicas, nos interesa llenar nuestro bar de mierda con imagen -con todo eso que previamente habéis comprado dejándoos una parte del sueldo-, así llamamos la atención de los hombres, primitivos (vergÁ¼enza me da), que vendrán aquí borrachos a pagar caras sus copas; por ello, os invitamos’. Sí, es bebida gratis; quizá uno de esos imbéciles se fije en ese escotazo estudiado y acabes pinchando; pero sopesa, en tu reflexión, si eso te hace libre. Está bien visto que te dejes el dinero en tu imagen y está bien visto, cada vez más y por el bien de todos, que tengas las relaciones sexuales que quieras y con quien quieras: pero cuestiónate bajo qué preceptos has llegado a ello: si por tu propia libertad e igualdad respecto a los hombres, o porque detrás de tu orgasmo se esconde la maquinaria empresarial que sólo sabe tratarte y venderte como imagen.
Esto es lo que yo denomino, a mi manera, discriminación bien vista. Bajo la premisa de la igualdad se esconde todo un operativo dirigido al consumo que se apodera de la renta de la mujer desde el momento que es poseedora de tal; y todo con un fin: la imagen. Que vivimos en una Sociedad de imagen, de consumo, es algo obvio: los hombres no escapamos a ello, somos otra pieza del engranaje que pone su salario en manos de empresarios sin escrúpulos deseosos de engordar sus bolsillos con nuestro dinero; pero el caso de los hombres, al menos por hoy, lo dejo aparcado.
Yo sigo alegando mis ideas de Libertad e Igualdad. En una Sociedad en la que sigue habiendo víctimas por maltrato, en una España donde la mujer sigue siendo discriminada a la hora de acceder a un puesto de trabajo o que, en ese mismo puesto, cobra menos que un hombre; en un ‘todo’ en el que, ‘a priori’, se le atribuyen a la mujer una serie de cargas y obligaciones que distan años luz de ser aquello para lo que han venido al mundo, ¿por qué estos organismos siguen siendo bien vistos? ¿dónde ha quedado el espíritu de esas mujeres luchadoras que creían firmemente que eran personas, no fachadas ni piezas de museo?
¿Qué clase de lucha por los Derechos encarna la mujer en una Sociedad que de una forma vil y carroñera se procura a sí misma el don de sacarle el dinero, de tergiversar sus ideales e ideas? Me parece triste y patético que este área de la Sociedad esté totalmente descuidada, que la mujer no pueda concienciarse de que en esa línea de Progreso, una línea en la que abandonamos valores y conductas obsoletos para construir unos nuevos, más sólidos y solidarios, se la siga inculcando la maldita imagen.
No sé qué pensarán lectores y lectoras, pero al culminar este texto sigo pensando lo mismo que me empujó a escribirlo: las mujeres deberían tomar conciencia de lo que aquellas luchadoras defendían. Y pasarse, de una vez por todas, las exigencias de una Sociedad consumista, machista y dominada por la imagen… por el mismísimo forro.