Quedan lejanos los tiempos en que Locke establecía como funciones del Estado sólo la protección del ciudadano (libertad, seguridad, propiedad) y la impartición de justicia. Todo lo demás quedaba en el ámbito privado. Era necesario hacer este Estado neutral desde el punto de vista moral y religioso después de la dolorosa ruptura de la Cristiandad y de las guerras religiosas que asolaron Europa. Este primigenio Estado liberal, que tiene su primera manifestación en Inglaterra, en la Gloriosa de 1688, se fundamenta en esta idea de la tolerancia y la neutralidad moral y supone el primer germen del Estado democrático moderno. Sin embargo, el sentido de la historia en los países occidentales ha sido otro: ir aumentado este primer ámbito reducido hasta extenderlo a un tamaño que algunos pueden considerar megalómano. El Estado se convierte en una enorme máquina que está presente en todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. La mayoría de la gente (el estatismo, que en España está extendido igualmente en la derecha como en la izquierda) no ve en este fenómeno una amenaza, sino una garantía. Se ve bien, por ejemplo, que el Estado sirva de contrapeso a las desigualdades «naturales» de la sociedad, repartiendo las riquezas, o que se inmiscuya en los hábitos alimenticios o de ocio. Hay una minoría (los que siguen las viejas ideas liberales) que contemplan esta capacidad extensiva como una amenaza a la que hay que poner coto. Esta es la cuestión de fondo: ¿Puede el Estado seguir invadiéndolo todo como una hidra de mil cabeza? ¿Puede, incluso, invadir el terreno moral y convertirse en dispensador de pautas éticas, es decir, en «educador» en el sentido radical del término? Todas estas cavilaciones vienen, como habrá supuesto el lector, a cuento de la famosa Educación para la Ciudadanía (por cierto, me gusta más la palabra civismo) y de la oposición de lo obispos a esta nueva materia escolar.
Los obispos no protestan por el contenido de esta asignatura, que por otro lado, dependerán en una gran parte del centro, del profesor, de diversas circunstancias. Los obispos, algunos católicos y también algunos no católicos piensan que esta función moralizadora no compete al Estado, sino al ámbito privado: sobre todo familia, pero también el ambiente de los amigos, los órganos intermedios, iglesias, realidades sociales todas anteriores al Estado y cuyo espacio de actuación ha de ser respetado.
Hay otra cuestión no tan teórica y que entra en terreno de la sospecha. Muchos temen —no sin fundamento— que ese elenco de valores, supuestamente indiscutibles y consensuados, sea algo parecido a la «visión del mundo» que transmiten, por ejemplo, las prédicas periodísticas de Iñaki Gabilondo o Sardá, el cine de Almodóvar, el discurso intelectual (?) de Ramoncín o Rosa RegÁ s o las ideas económicas de Ignacio Ramonet. Es decir, la izquierda postmoderna, ya no marxista ni rompedora con el capitalismo, sino moralizante y directora de los usos y costumbres. Izquierda cuyas ideas pueden resultar respetables, pero que distan de ser, como algunos parecen pretender, un conjunto de valores sin discusión posible, una especie de Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Y lo más curioso de todo este asunto es que sean los obispos católicos los que defiendan, casi en solitario en España, la idea liberal de la sociedad civil y la autonomía ciudadana; que defiendan un ámbito propio e irreductible de lo privado. El Cristianismo, ¡qué vueltas da la historia!, se alía con quien tantos encuentros y desencuentros ha tenido: el Liberalismo.