Las migas del almuerzo
Quisiera saber si ese final les valdría. Y no hablo del final dialogado, que ya es “vox populari” que no. Tampoco del final tipo FARC, con los caza bombardeando la selva amazónica y los paramilitares entregando las armas en una plaza pública. Me refiero al final silencioso. Ramón Jáuregui, flamante nuevo ministro de la Presidencia, lo ha dicho bien claro: “No creo que veamos un final total por disolución de ETA”.
En realidad, todos saben, o intuyen, que la tan traída y llevada “rendición sin condiciones” no se va a producir nunca. El hombre es un animal orgulloso; o el único animal que tiene orgullo. Ninguna de las partes se pondrá de acuerdo en un final dentro de un “escenario de rendición”. Porque ya se ha advertido a voz de micrófono. Después, condición indispensable, entregar las armas. Y después, condición indispensable, pedir perdón a las víctimas. Y después, condición indispensable, proclamar públicamente que “se han equivocado de camino durante 40 años”. Y después, pedir perdón por esos 40 años de ignominia. Y después…
Siempre hay un después. Porque, por otro lado, ese hipotético e impensable “manifiesto de rendición”, por orgullo, llevará unos cuantos anexos de autocomplacencia, como que con ello “sólo se pretende abrir un escenario nuevo y democrático que permita la autodeterminación”. Innegociable. A lo que se alegará con la coplilla, tan de moda, de que “la paz no tiene precio político”. Por cierto, frase tan lapidaria como falsa donde las haya. Porque, seguramente, la política fue inventada para poner un precio a la paz. ¿La paz no tiene precio? Desde que el hombre tuvo uso de razón, ya porque pasó de ser erectus a sapiens, ya que porque lo creó Dios en el Paraíso, ha puesto precio a sus aspiraciones: que se lo pregunten al pobre Neanderthal, o a Troya, o a la misma Hispania allende los tiempos.
Si la paz no tuviera un precio político, no habría guerras, ni secuestros, ni chantajes, ni violencia. La paz tiene un precio, claro que sí, lo que ocurre es que es tan alto que preferimos pensar que no lo tiene para no vernos en la obligación de pagarlo.
De modo que tengo la impresión de que el “problema ETA” que es diferente al mal llamado “problema vasco” va a acabar resolviéndose como esas relaciones de novios convulsas y marchitas, que se alargan y se alargan en el tiempo sin que ninguno de los “desenamorados” se atreva a dar el paso de romper definitivamente. Y por eso terminan con un final silencioso. Al final, las visitas se espacian, uno de los dos deja de llamar al otro, se van haciendo nuevos amigos y llega un momento en que, sin necesidad de que ninguno pronuncie las fatídicas palabras, “siéntate, tenemos que hablar”, la relación ha pasado a mejor vida.
Seguramente, acabe ocurriendo eso. La Izquierda Abertzale renuncie a ETA sin decirlo abiertamente, ETA deje de matar sin emitir comunicado alguno a través de la BBC, los contenedores dejen de arder, todo poco a poco, como quien no quiere la cosa, y llegará el día en que, sin que nadie lo diga, “siéntate, tenemos que hablar”, nos demos cuenta de que el conflicto hace tiempo que dejó de existir. Lo cual me hace regresar al aserto principal de esta columna. Me gustaría saber si ese “final silencioso” nos valdría a todos. Es cuestión de pensarlo.
A mí, al menos, sí.