En el siglo de las independencias (XIX), siglo de predominio romántico en Iberoamérica, de rebeliones y exaltación a la individualidad nacional, la obediencia social —de clase, de sexo y de raza— continuaba siendo un paradigma fundamental. El libertador Simón Bolívar, como muchos otros, en sus momentos de mayor producción intelectual dudó sobre la conveniencia de un sistema democrático para América Latina, no porque no tuviese fe en la teoría que se había practicado en Estados Unidos sino porque dudaba de las condiciones culturales de los pueblos acostumbrados a obedecer. En su famosa “Carta de Jamaica” (1815) a Henry Cullen, confiesa: “En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina” (Doctrina). Luego, citando a Montesquieu: “Es más difícil sacar a un pueblo de la servidumbre que subyugar a uno libre […] El Perú, por el contrario [a la rebeldía del Río de la Plata], encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos […]; el alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas”.
La misma idea repetirá el ensayista ecuatoriano Juan Montalvo medio siglo después. Para Bolívar las divisiones son propias de las guerras civiles entre conservadores y reformadores. “Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados” (Doctrina).
Entre estos últimos, estaban intelectuales liberales como Estaban Echeverría, exiliado en Montevideo y autor de El dogma socialista (1846): “Nosotros no exigimos obediencia ciega, dice San Pablo, nosotros enseñamos, probamos, persuadimos: Fides suadenda non imperanda, repite San Bernardo”. Más adelante: “la España nos recomendaba respeto y deferencia a las opiniones de las canas, y las canas podrán ser indicio de vejez pero no de inteligencia y razón. […] La España nos enseñaba a ser obedientes y supersticiosos y la Democracia nos quiere sumisos a la ley, religiosos y ciudadanos”.
Uno de los mejores intelectuales argentinos de su época, Juan Bautista Alberdi, todavía entendía el progreso como el aumento de los mercados y la obediencia laboriosa de sus individuos. “La industria es el calmante por excelencia” (Bases). El mismo pensador que en 1842 afirmaba ante un público de universitarios en Montevideo que “la tolerancia es la ley de nuestro tiempo” (Ideas), en 1852, en sus Bases para las constituciones, insistía en la sumisión de la mujer que recuerda al celebrado clásico del Siglo de Oro español (y del misoginismo) La perfecta casada (1583) de Fray Luis de León: “su instrucción no ha de ser brillante. No debe consistir en talentos e ornato y lujo exterior […] no ha venido al mundo para ornar el salón, sino para hermosear la soledad fecunda del hogar. Darle apego a su casa es salvarla” (Bases). La misma idea es reformulada en el siglo XXI por nuevos teóricos del noepatriarcado en Estados Unidos: el patriarcado favorece el aumento de la tasa de natalidad y, por ende, la producción y predominio de un país a largo plazo (Longman).
Cuatro años antes Andrés Bello había advertido, desde una perspectiva humanista, que “las constituciones políticas escritas no son a menudo verdaderas emanaciones del corazón de una sociedad, porque suele dictarlas una parcialidad dominante”. Las diferencias de clases impregnan todo el pensamiento de los intelectuales de la época, mientras que las diferencias raciales aparecen de forma explícita. Para Domingo F. Sarmiento, reconocido pedagogo de la época además de intelectual y presidente de la nación Argentina, la educación se reducía a la imposición de la disciplina, de la autoridad. “El sólo hecho de ir siempre á la escuela, de obedecer á un maestro, de no poder en ciertas horas abandonarse a sus instintos, y repetir los mismos actos, bastan para docilizar y educar á un niño, aunque aprenda poco” (Berdiales). Su idea de la infancia (“un niño no es más que un animal que se educa y dociliza”) será también su idea del gaucho, del campesino y de todas las clases marginales o subalternas de su época. El mismo Alberdi, respondiendo al Sarmiento de Facundo, en 1865 demuestra el progresivo cambio de paradigma. El poder —entendido como el ejercicio político de una minoría en la cúspide de la pirámide social—, y luego la obediencia que lo realiza, ya no es percibido como manifestación de Dios o como fuerza organizadora de la sociedad sino como un mal necesario destinado a decaer. Según Alberdi, “el poder ilimitado de los recursos y medios de gobierno de toda la nación absorbidos en Buenos Aires, corrompió a Rosas como hubiera corrompido al mejor hombre, armado de este poder sin límites” (Barbarie).
Una característica que nace con el humanismo seis siglos antes es su rechazo a la autoridad; primero a la autoridad intelectual, luego a la autoridad política. Este rechazo —basado en los principios de razón e historia contra autoridad y naturaleza— provocará profundas reacciones, especialmente cuando este paradigma se había consolidado en su expresión teórica y en su retórica política, como en la España del siglo XIX. Además de intelectuales anarquistas como Pi i Margall, la poesía es en algún momento concebida en un rol opuesto al tradicional. De la antigua elegía o alabanza al vencedor, a los poemas por encargo en adulación del rey, se pasa a la idea de que el poeta “jamás usa sus conceptos en adular el poder” (Zorrilla).
Este rechazo se transforma en un tópico del pensamiento del siglo XX: el poder y las posibles formas de liberación de su imposición arbitraria. El pensamiento posmoderno, con sus diversas y contradictorias manifestaciones —el poscolonialismo, el feminismo, las reivindicaciones de minorías sexuales y raciales, la concepción de la historia como un devenir sin objetivo, la multiplicidad de puntos de vista, la micropolítica y las teorías de la narración, el estructuralismo y el antiestructuralmismo— ha reincidido en una fuerte crítica al poder como principal elemento creador de la realidad. De ser una particularidad desde el primer humanismo del Renacimiento, se convierte en un principio “natural” del intelectual (prometeico) moderno y posmoderno: según Edward Said, una de las principales actividades intelectuales del siglo XX ha sido el cuestionamiento y sobre todo la tarea de “undermining of authority” (Representations). Así, no sólo ha desaparecido el consenso sobre lo que constituye la realidad objetiva, según Said, sino además toda una serie de autoridades tradicionales, incluida Dios o la supuesta voluntad de Dios.
Para que esto sea posible, el individuo antes debe ser representado como libre y racional (dos dimensiones centrales del sujeto moderno). Como observó Cascardi, este punto de vista conduce a la idea de un individuo como un “espectador ideal”, independiente del fenómeno que observa. El individuo es visto como alguien que se ha liberado de las condiciones de un mundo encantado o del encantamiento de la naturaleza, tanto como de la necesidad de obediencia a una autoridad exterior. Al mismo tiempo, este individuo aparece como agente de cambio de ese mundo exterior que, como consecuencia, debe derivar a un estado conformado por individuos libremente asociados. Razón por la cual el surgimiento de este nuevo sujeto tiende a reemplazar la autoridad religiosa por una práctica social basada en normas.
(Continúa)