Los vinos se beben, pero también se leen. Un buen bebedor no descorcha una botella sin enterarse antes de lo que su etiqueta dice. Lo mismo sucede en el caso de las medicinas. Á‰stas se toman, pero también se leen. Hablo, obviamente, de los prospectos que las acompañan, caracterizados siempre por la imprecisión, las contradicciones y el uso y abuso de latinajos ininteligibles.
Tengo ahora delante uno de esos manualillos de instrucciones. No importa el nombre del fármaco. Todos los textos son similares.
No debería yo ingerir el producto en cuestión si soy alérgico a los anestésicos locales derivados del ácido p-aminobenzoico. ¿Cómo saberlo? ¿Qué diablos será eso? Me encojo de hombros y sigo.
Tampoco debo aplicarme el medicamento si estoy tomando sustancias que contengan tricíclicos o sean de la especie IMAOS. Siempre me he preguntado, perplejo, por lo que tales siglas, clásicas, esconden. Los tricíclicos son, supongo, reptiles jurásicos ya desaparecidos o habitantes de algún remoto planeta todavía no identificado.
¡Caramba! El fármaco descrito puede interaccionar con los inhibidores de la colinesterasa. ¿Anda por ahí alguien capaz de aclararme en qué consiste ésta? Dios, y Gregorio Marañón, seguro que sí.
Capítulo de “efectos adversos”. Podría ser el título de una película de terror. Su enumeración pone los pelos de punta. Cabe, incluso, morir en la intentona. Lo normal, tras la lectura de ese recuadro, es tirar la medicina al cubo de la basura (cosa que no debe hacerse sin consultar a un especialista en daños ambientales) y salir corriendo.
De algunas medicinas dicen sus prospectos que deben ingerirse antes o después de las comidas. Muy bien. Pero, ¿cuánto tiempo antes? ¿Cuánto tiempo después? ¿Cinco minutos? ¿Un cuarto de hora? ¿Siete padrenuestros? ¿Un par de rosarios?
Me desesperan estas cosas. A mí, y a todo quisque. Son sádicas. Los enfermos no tienen por qué ser farmacéuticos ni doctores en medicina. Alguien debería tomar cartas en el asunto. De sobra sé, amigo Bernat Soria, que no lo hará.