LA CORREHUELA
Tendría diez años cuando participé en mis primeras elecciones democráticas. Y como candidato, ni más ni menos. A la Presidencia de la Delegación Escolar para Cuarto B. O sea para delegado de la clase. En realidad eran unas votaciones honoríficas pues en aquellos tiernos tiempos, el puesto de delegado llevaba asociado, como premisa que nadie ponía en duda, la de ser un “empollón”. Supongo que tan solo se trataba de supervivencia política y de lógica post-parvularia. La función del delegado, más allá de otras menudencias relacionadas con la logística de las tizas y el soplado de borradores, conllevaba el “chivatismo” y el “transfuguismo”. De modo que, por acuerdo tácito y rápido en el patio del primer día de clase, se acordaba a mano alzada que el Rentero fuera delegado de clase para el año que entra. Cosas de la vida.
El caso es que en aquel año 89, nuestro tutor, don Tomás, que tanto enseñaba el predicado nominal como la reproducción de las abejas, nos llamó a las urnas. Dijo que aquello de la mano alzada en el recreo era fraude de ley y que había que realizar comicios como Dios manda, con sus candidatos, sus panfletos y sus soflamas. Se hizo una preselección de candidatos, entre los cuales me encontré, y se convocaron votaciones secretas tras una semana de debates arañados a la clase de Sociales. Y para dar inicio a la campaña, como toca, pegada de carteles.
Aún recuerdo a mi equipo de campaña, aquel fin de semana, escuchando los goles del Buitre y de Lineker por Radio Nacional en mi habitación empapelada con pósters de los Caballeros del Zodíaco. En una cartulina en blanco plasmamos las bases de nuestro programa de gobierno con plastidecor y carboncillo. Todo muy efectista, el WordArt de la época. En realidad, todos lo sabíamos, no hacía falta semejante parafernalia, porque, en última instancia (don Tomás así lo había decidido) el candidato elegido podía presentar su dimisión ipso-facto. Y conociendo a los rivales, seleccionados a dedo de tutor, sabía que al final, acabaría ganando las elecciones aunque fuera por descarte. Pero lo dicho, decidimos hacer una campaña como Dios manda, con sus demagogias y sus promesas imposibles de cumplir. A saber:
1º – Puedo prometer y prometo que el día que, por culpa del listillo de turno, seamos castigados a dictado después de clase, intercederé por los compañeros parias ante el profesor
2º – Puedo prometer y prometo que lograré retirar del programa educativo de gimnasia el test de Cooper y sus malditos pitidos
3º – Puedo prometer y prometo que cuando el tutor nos castigue sin el partido futbolero de los viernes de los futuros “solteros contra casados” intercederé ante él para aplacar ánimos
No hace falta decir que arrasé en primarias con mayoría absoluta y a poco que se hubiera envalentonado el personal, hubiera salido a saludar desde el balcón de Génova, que era, cómo no, el despacho de don Javier, director de la santa escuela.
Tampoco hace falta decir que, como era de prever, a los dos días, Eduardo, el “Edu” de toda la vida, reventó un cristal de la clase jugando entre los pupitres con la pelota del partido de los viernes. Don Tomás, puesto en liza de batalla, requisó asuntos balompédicos y notificó sanciones a padres, abuelos y progenitores. Mientras tanto, como el viejo recuerdo del CDS, mi cartel electoral seguía clavado en la pared con sus chinchetas y entonces, empujado por la tiranía de las promesas, hube de hacer de tripas corazón y dar la réplica diplomática al furibundo tutor.
– Como delegado de clase, elegido democráticamente, exijo que no paguen justos por pecadores.
A lo que el buen hombre respondió:
– Como delegado de clase, elegido democráticamente, respondo que en tu programa electoral no había nada de justos ni de pecadores. Tabla rasa. Y bienvenido al mundo de la política.
De manera que, como lección vital, fuimos castigados a dictado después de clase y al viernes siguiente, en lugar de partido de balompié, nos endosó un test de Cooper con doble ración de pitidos.
Al año siguiente, escarmentado decidí unirme al grupo de la abstención. Y por consenso de recreo, fue elegido delegado, Carlitos, testigo de Jehová, que de asuntos de Dios y de Justicia sabía un rato largo.
Y, fíjense, será por eso o por otras buenas gestiones, no nos perdimos un sólo viernes de bureo. Y hasta ganamos la Liga, lo nunca visto, los del equipo malo, que éramos los del apellido “de Martínez a Zamora”