Las maletas en el coche, los niños en el asiento de atrás, el perro en el refugio, la suegra en la residencia, la reserva de hotel en la guantera, el dinero en efectivo debajo del asiento, la cámara digital en el bolso de tu mujer y el GPS programado.
Sales del garaje, y tres curvas después entras en un atasco, no pasa nada, es normal, es la hora punta, es lo que tiene, paciencia. Enciendes la radio, Kiss FM, siempre Kiss FM, suena ‘REM’, parece que la cosa mejora. Tus hijos se pelean en el asiento de atrás, y tu mujer te dice que tiene la sensación de que se ha olvidado algo.
El atasco avanza, poco, pero avanza, así que tras cuatro horas circulando a una media de 20 kilómetros por hora consigues alcanzar la autopista. Toda para ti. Parece que no hay tráfico. Aprovechas. Aceleras. ¡Para! Un nuevo atasco, son las 11 de la mañana y solo te quedan 300 kilómetros para llegar a tu destino.
A las 6 llegas al hotel, ¡por fin! Tu reserva no está. El recepcionista no te encuentra entre las llegadas del día. Te pones nervioso. Tu mujer te dice ‘te lo dije’. Tus hijos corretean por la Recepción gritando como locos. Sí, espera, ahora aparece. Es que está mal metida en el ordenador. Lo típico. Subes a la habitación. Bien. Amplia. Cómoda. Te tumbas en la cama.
Tus hijos no quieren descansar, quieren playa. Te pones tu bañador, ese que ya hace mucho que dejó de ser tu talla, y bajas con ellos a darte un baño. Te ríes tú del metro de Madrid en hora punta. No hay un solo hueco donde colocar la toalla. ‘¡Rubén!’. Te giras, y ves a Leoncio, tu compañero de trabajo, el que no aguantas. Te señala un hueco junto a su toalla.
Como no tienes otra alternativa te acercas. Mantienes con él la misma conversación insulsa que tienes todos los días. El sol abrasa. Sudas. Junto a vosotros un grupo de jóvenes pone un transistor a todo volumen. Te duele la cabeza. Te llama tu mujer al móvil. Que donde estás, que le apetece bajar a pasar un rato contigo y con los niños. ¡Los niños! ¿Dónde están los niños?
Comienzas a buscarlos como un desesperado y te los encuentras junto al socorrista, que te echa la charla por haberlos perdido de vista. Tu mujer llega. Dice que quiere dar un paseo contigo por la orilla del mar. ¡Qué romántico! Entre codazos y empujones consigues llegar a un extremo de la playa. Bien, ¿ahora como volvemos? Paciencia.
Os cansáis de la playa. Volvéis al hotel. Te duchas y te arreglas para bajar a cenar. Tranquilo. Sin horarios. Sin tener que madrugar al día siguiente. Con tu familia. Con la monotonía del mar como sonido ambiente. Bajas al paseo marítimo.
Te dan propaganda de un restaurante andaluz, un asturiano, un francés, un chino, un japonés, un turco,… Ya pierdes la cuenta. ¡Leoncio! Te lo vuelves a encontrar junto al andaluz. Tu mujer insiste, no sabes la razón, y entráis a cenar con él. Tiene menos conversación que un besugo al horno. Trabajo y fútbol, fútbol y trabajo. Su mujer se aburre, la tuya también, y tú no sabes donde meterte.
Vuelves al hotel. Entre tu mujer y tú conseguís dormir a los niños. Te tumbas en la cama, abrazas a tu mujer. Ella te aparta, hace mucho calor, dice. Intentas dormir. No puedes, demasiado calor. Te levantas a abrir la ventana. Ya estaba abierta. Te enciendes un cigarro. Tu mujer te grita que lo apagues. Lo haces. Vuelves a la cama. Das una, diez, cien, mil vueltas. Finalmente, te quedas dormido. Ya solo te quedan 14 días más.
¡Benditas vacaciones!