Las acusaciones de fraudes electorales en países del Tercer Mundo suelen ser noticia de primera en los medios de comunicación. Al elevar la anécdota a categoría, nos hacen creer que la democracia no funciona en los países que torpemente designamos como “en vías de desarrollo”. ¿De cual modelo de desarrollo? ¿Del nuestro neocon y capitalista controlado por financieros y grupos de poder sin escrúpulos? ¿De un modelo que ha desencadenado una catástrofe económica ante la cual sólo se nos ha ocurrido prestar dinero a los bancos responsables de la crisis?
Igual sucede con la “democracia” que hemos elevado a paradigma del ordenamiento jurídico para todos los pueblos sin distinción. Olvidamos que la democracia en los países ricos de Occidente ha necesitado un largo camino para asentarse. Hasta 1944, las mujeres no tuvieron derecho al voto en Francia, cuyo régimen republicano se había restaurado en 1870. En Gran Bretaña, hasta 1918. En Alemania padecieron la tiranía nazi, a pesar de la república de Weimar, igual que el fascismo en Italia que se había organizado como estado, en 1870.
De Estados Unidos, como régimen democrático por excelencia, es conocido lo que han tenido que penar los negros para poder ejercer los derechos reconocidos en la Constitución. Y en todas las democracias de Occidente y Asia, en Japón, India, Australia, Nueva Zelanda y Filipinas, vemos cómo padecen millones de personas por causas económicas, étnicas, religiosas, de sexo o de opción sexual. ¿Cómo no recordar la situación de cientos de miles de indígenas, de campesinos, de inmigrantes y de los económicamente desposeídos en las florecientes repúblicas democráticas de Latinoamérica?
De Rusia, y del inmenso desastre causado en los pueblos dominados por la antigua URSS, es innecesario hablar.
Entonces, ¿cómo condenar las dificultades y sospechas en el ejercicio de procesos electorales en países de África, Oriente Medio y de todos cuantos, hasta hace unas décadas, padecieron siglos de conquista, colonialismo y explotación por parte de europeos etnocentristas, blancos y en su mayoría judeocristianos?
Si hacen falta sesenta años para hacer a un hombre, en frase de Malraux, ¿cómo no reconocer lo mismo para pasar, mediante la educación y la práctica, de la autocracia a la democracia para tantos países? Necesitan un tiempo de ejercicio y es nuestra responsabilidad ayudarles y acompañarles en este proceso de aprendizaje.
La realidad muestra que no se puede imponer un sistema que exige un cierto grado de educación y de bienestar básico a pueblos con valiosas tradiciones ancestrales que es preciso tener en cuenta. Es inimaginable la ignorancia de los líderes occidentales y de los clérigos en este tema.
En más de cien de los casi doscientos países que hay en el mundo, en los que la democracia no está firmemente instalada, las elecciones por poblaciones con un alto grado de analfabetismo, de resentimiento por la explotación y de falta de una autonomía económica elemental, no es raro que los resultados electorales sean contestados por los candidatos perdedores. A pesar de contar con observadores de organismos internacionales, con controles y con la presencia de los medios, se niegan a aceptar los resultados y acusan al ganador de manipulación, de fraude, y convocan a las gentes a echarse a la calle.
Es preciso atacar de frente dos llagas propias del sistema político democrático. La primera llaga consistiría en la recusación del sistema electoral por los perdedores, una vez asumido sin denuncia o abstención antes de comenzar el proceso y saberse perdedores. Saber ganar y saber perder es una de las asignaturas fundamentales del juego democrático.
En lugar de respetar las reglas, explotan su victimismo y acusan a los vencedores de disponer de más medios económicos, de fraudes y manipulación sin querer admitir que, además, no han sabido ganarse la confianza de los electores.
Por ello, es preciso denunciar la actitud de los opositores en tantos países del mundo, incluidos muchos de los occidentales.
Cuando la oposición pretende desalojar a un candidato instalado en el poder, sin coaligarse en una federación y unirse en torno a un buen candidato, el resultado está servido. Sin esa candidatura única, y divididos en múltiples banderías, no será fácil conseguir el cambio legítimamente.
Ahora bien, es preciso reconocer el enorme avance que se ha producido en los últimos años en el desarrollo del juego democrático. Perdernos en amplificar ciertos resultados en algunos países nos impedirá analizar las causas.
por José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS