Desde que comenzó la guerra contra el terrorismo, se ha documentado la muerte de 176 contratistas privados en Afganistán. De ellos, más de cincuenta eran estadounidenses; 14 nepalíes, 13 rusos, 13 canadienses, 12 filipinos, 11 chinos, 10 británicos y 10 ucranianos. Pero otros 14 países quedan representados en esta “estadística”: Pakistán, India, Turquía, Macedonia, Bosnia, Corea del Sur, Zimbabwe, Bangladesh, Alemania, Irlanda, Japón, Myanmar, Sudáfrica y los Emiratos Árabes.
De esos contratistas, 38 se dedicaban a labores militares. La variedad de tareas a las que se dedican el resto de contratistas dificulta la distinción de quienes trabajan para las llamadas “Empresas Militares Privadas” (EMP). Esto permite incluir en una misma categoría a quienes mueren en combate y a quienes trabajan en servicios de limpieza, de cocina o de transporte. Y supone una ventaja para el país de origen al no pagar el mismo precio político por la muerte de un soldado profesional que por la de una persona que, para muchos, era un “simple mercenario” que ganaba hasta cinco veces más que soldados que arriesgan su vida por “su patria”.
Este fenómeno se extendió a Irak, el laboratorio de Rumsfeld y su equipo de neocons para poner a prueba sus teorías de contingentes militares “ligeros”, “modernos”, “adaptables” y “baratos” contra enemigos que ya no combatían con métodos convencionales. El experimento produjo la muerte indiscriminada de civiles, como en la masacre de la Plaza Nisur. Murieron 17 personas sin que fuera a juicio ninguno de los responsables, identificados por el gobierno de Estados Unidos.
Como si un país ocupado estuviera en condiciones de comprometerse en lo jurídico, el recién formado gobierno de Irak había firmado la Orden 17, que otorgaba inmunidad judicial a los trabajadores de empresas que contratara el Departamento de Estado. Tal fue el caso de la entonces llamada Blackwater, ahora Xe Services tras someterse a un lavado de imagen por sus escándalos y los de contratistas de otras empresas. En Youtube se pueden ver secuencias dignas de videojuegos que muchos padres prohíben a sus hijos por miedo a que reproduzcan esas conductas.
A diferencia de los soldados enjuiciados y encarcelados por participar en el escándalo de la cárcel de Abu Ghraib, ninguno de los contratistas privados que torturaron a esos presos ha pisado un tribunal. Informes como los de la organización Human Rights First concluyen que la experiencia militar de muchos de estos contratistas les permite someter bajo sus órdenes a soldados del ejército con menos experiencia en situaciones de amenaza.
No existe un sistema jurídico creíble al que puedan acudir los familiares de las víctimas. La justicia local encontrará obstáculos para actuar con independencia contra nacionales de un país del que ahora “depende” Irak para su “seguridad”. Sectores de la sociedad han manifestado su preocupación ante la inminente retirada militar estadounidense, que liberará efectivos para nuevos escenarios bélicos. Algunos iraquíes con suficientes medios se han planteado llevar su causa a tribunales estadounidenses, que rara vez aceptan este tipo de casos por “cuestiones de forma”. Se interpone la Orden 17 y los intereses de la política exterior de Estados Unidos, por encima muchas veces de su ordenamiento jurídico.
Scott Shane, periodista de The New York Times, afirmaba que una delegación de ochenta compañías francesas desembarcó en Trípoli una semana antes de la muerte de Gadafi. Se reunieron con miembros del Consejo Nacional de Transición, que se negó a firmar contratos hasta que se elija un gobierno.
“Con las ciudades aún plagadas de armas y jóvenes sin trabajo, Libia no ofrece nada como un entorno seguro para los negocios – de ahí las posibilidades para los proveedores de seguridad”, decía Shane.
Naciones Unidas busca acuerdos vinculantes en materia de empresas militares para los Estados, pero con pocos resultados por falta de cooperación y por falta de tutela de los Estados. Unos no ejercen su soberanía para impedir los abusos de empresas extranjeras y otros prefieren no tutelar a empresas de su país porque el gobierno se beneficia en imagen y, según ellos, en coste. Pero ya se ha denunciado el fraude al gobierno federal de Estados Unidos por miles de millones de dólares en contratos militares que benefician a los directivos de esas empresas paraestatales.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista, coordinador del CCS