Stephen Hawking es uno de los físicos teóricos más brillantes que ha conocido la humanidad. Pero si hubiera nacido en otro lugar menos afortunado, o en otro siglo menos tecnológico, su pensamiento se habría extinguido como la llama de una vela, justo cuando le golpeó la enfermedad neuromotriz progresiva que padece. Lo habrían llamado anormal, o subnormal, o tarado, pero habría muerto con certeza. La pérdida para la humanidad habría sido enorme. La pérdida de los miles de Stephen Hawking que mueren o sufren en todo el mundo cada día es silenciosa, pero no por ello menos irreversible e insustituible.
Los discapacitados son personas a las que una enfermedad, un accidente o su edad los ha condenado a un cuerpo con limitaciones funcionales con respecto a la mayor parte de los que los rodean. No son un grupo testimonial, ni mucho menos. La OMS estima que unas 1.000 millones de personas viven con algún tipo de discapacidad, un 15% de la población mundial. Los más pobres, las mujeres y los ancianos sufren la discapacidad con más frecuencia; muchos niños se escapan de esta cruel estadística porque, sencillamente, mueren.
Todos podemos llegar a ser discapacitados, por desgracia. Un infarto, un accidente de tráfico, una caída desde un columpio. En ese momento chocamos horrorizados con los muros que días antes nosotros mismos les poníamos a “ellos”: políticas insuficientes, actitudes de rechazo y miedo, servicios insuficientes, escasa formación de los profesionales, los parcos recursos específicos, la inaccesibilidad a los servicios y, lo más grave, la invisibilidad. No hay datos, no hay estudios, no hay cauces de participación y denuncia, no hay cupos en los partidos políticos. No existen.
Descubriremos con horror que nuestro hijo parapléjico tras aquella estúpida caída sufre los males que ya vaticinara la OMS: empieza a tener peores resultados académicos porque no puede cambiar con agilidad de clase, o porque perdió la audición por el golpe y no puede oír al profesor. Su salud será peor de lo que su propia enfermedad condicionara, y estará expuesto a más conductas de riesgo, como la drogadicción, el alcoholismo o el tabaquismo. Será más fácil que esté desempleado, y que gane menos cuando trabaje, aunque sea contable. No podrá pagarse los gastos asociados a su mayor tasa de dependencia, y su situación se deteriorará más aún de lo que aquel golpe condicionaba. ¿Quién va a defender sus derechos cuando nosotros muramos?
Porque son personas y porque cualquiera puede encontrarse en esa situación de la noche a la mañana, debemos asegurar que los discapacitados puedan acceder a los mismos servicios que el resto de sus conciudadanos. Suponen el 15% del total, ¿acaso no se lo merecen?
En especial es necesario garantizar el acceso en igualdad de condiciones a la educación, la salud, el empleo y los servicios sociales. Pero después hay que dar un paso más, e invertir en programas y servicios específicos para ellos. La rehabilitación, los servicios de apoyo y asistencia y la formación específica de los profesionales son imprescindibles. Los estados deben tener una estrategia para abordar el problema de la discapacidad, que coordine y haga coherentes todos los planes que se diseñen.
También es preciso darles voz: en las instituciones, a las asociaciones de afectados, en las comisiones legislativas, en el diseño de los propios planes. La financiación de estos servicios es ineludible; y no con el espíritu del que da limosna a fondo perdido, puesto que, si esos fondos se enfocan adecuadamente, los discapacitados pasan de ser sujetos pasivos a elementos productivos para la propia sociedad. Una sociedad que tiene que aprender a no temerlos, a no huirlos, a aceptar la diversidad y a integrarla. Y para ello debe conocer con datos la realidad de la discapacidad, debe publicarlos, hacer visible qué se esconde tras muletas y audífonos, para que la propia sociedad decida que merece la pena investigar para mejorar la vida de los que peor lo pasan.
Salud, educación, promoción vital, socialización, y empoderamiento. Aquellos a los que el azar ha talado una rama no pueden merecer vivir y morir como si los hubieran arrancado de cuajo de la tierra. Podría movernos el egoísmo, la piedad, el miedo a castigos en futuribles vidas. Pero que sea la humanidad nuestro motivo, la empatía con nuestro igual, y un auténtico testimonio de vida: así quiero que me traten cuando sea yo el caído.
Teodoro Martínez Arán
Médico