El voluntariado vive la paradoja de ser una realidad muy diversa, rica y dinámica, al tiempo que ha sufrido un fortísimo proceso de institucionalización por la vía de las leyes del voluntariado y de las políticas de subvenciones, que han orientado una determinada manera de entender y de construir este cauce de solidaridad.
Hoy nos encontramos con la extrañeza de que a cualquier gesto de bondad y altruismo se le puede colocar la etiqueta de voluntariado. En las encuestas del CIS se equipara el voluntariado con acciones como donar sangre, entregar ropa o alimentos para quien los necesita, colaborar económicamente con instituciones de solidaridad, y cuestiones similares.
Evidentemente, en estos casos citados y otros muchos nos encontramos ante gestos solidarios significativos, que nacen de la voluntad de determinada gente por ayudar a otros. Son gestos que tienen que ver con un cierto compromiso cívico, de carácter ocasional y que colocan un ladrillo más en la construcción de un mundo más humanizado. No es mejor ni peor que el voluntariado, pero no es voluntariado.
Una persona voluntaria es aquella que, movida por la compasión hacia quien sufre, trata de responder con sus capacidades y dedicando parte de su tiempo a otras personas, participando de manera altruista en diferentes proyectos dentro de una organización de solidaridad.
Por lo tanto, en la acción voluntaria hablamos de una determinación que nace del sentimiento de compasión ante el dolor o sufrimiento de otra persona, con rostro concreto. Ese sentimiento nace del quedarse afectado, del sentirse convocado por ese otro que reclama una mano amiga, una atención, una necesidad, un cuidado.
La acción voluntaria, entonces, se comprende de manera estable, a lo largo de un determinado tiempo, en la medida de las posibilidades y, además, se realiza desde el marco de una organización, respaldado y acompañado, en lo posible, por un responsable o coordinador de voluntariado.
por Luis Aranguren Gonzalo
Autor de Humanización y voluntariado