Parece que el populismo-progresismo está dando sus últimos coletazos, posiblemente este fin de semana, coincidiendo con el comienzo de la primavera, serán desalojados del único lugar que todavía conservan, si los andaluces votan con sensatez acabarán sacudiéndose el yugo de los caciques populistas de Andalucía…
¿Y después “qué”?
Pues,… Ahora toca no solamente un cambio de gobierno, ha llegado el momento de una profunda regeneración, e incluso de un periodo “reconstituyente”. No caben más aplazamientos, no caben pretextos de ninguna clase, el pueblo español no se lo merece; no podemos seguir aceptando, como si fuera inevitable, de forma fatalista aquello de “tenemos los gobernantes que nos merecemos” ¿Acaso hemos hecho algo por lo que tengamos que purgar, o tal vez nuestros ancestros?
El Partido Popular no puede defraudar a la mayoría de los que el 20 N votamos cambio, un cambio profundo, una profundísima regeneración que debe ir más allá de pequeñas y temerosas reformas; sería imperdonable que el partido de Mariano Rajoy se limitara a apuntalar el sistema sin ir a la raíz de los problemas. Mariano Rajoy debe de intervenir a la manera del “cirujano de hierro” del que nos hablaba Joaquín Costa en “Oligarquía y Caciquismo como forma de Gobierno en España”.
Que se sepa, por más que uno hurgue en la Historia, nunca ha habido ningún régimen populista-progresista que haya conseguido -o que de veras lo pretendiera- poner remedio a la injusticia, mejorar la vida de los más favorecidos, acabar con la pobreza (miseria tanto económica como cultural) Ningún sistema político «populista-progresista» ha promovido una verdadera educación (mejor dicho, “instrucción pública”) orientada a fomentar el pensamiento crítico, a erradicar las formas de pensar acientíficas, supersticiosas, las diversas formas de fanatismo.
Los gobiernos “socialistas” como los que hemos tenido en España desde la muerte del General Franco, nunca han tenido como objetivo lograr un desarrollo sólido y perdurable (“sostenible” lo llaman ahora). Realmente lo que menos les interesa son los derechos de las personas, les despreocupan los intereses de la gente corriente, y por supuesto les importa un bledo la salud de las instituciones «democráticas», la participación ciudadana, y toda la retahíla con la que adornan sus discursos vacíos… Muy al contrario, procuran crear más y más situaciones de dependencia asistencial, fomentando el clientelismo-servilismo, «estómagos agradecidos», servidumbres más o menos voluntarias, todas las formas posibles de subsidios, y adoctrinan a la población inculcándoles «valores» cargados de resentimiento, de revanchismo, o como poco de perplejidad y confusión…
Se trata de conseguir lealtades a ultranza, asegurarse la adhesión inquebrantable de la mayoría de la población, eso sí, mayorías «secularmente oprimidas, maltratadas y con enormes carencias».
En los regímenes demagógico-populistas nunca falta el caudillismo, el culto al jefe; el partido se construye con base en una figura providencial, una figura carismática, al que la nación, la región, la comunidad autónoma «le debe todo»… El líder (aparte de ser muy ocurrente y dicharachero) suele ser un demagogo, que miente, halaga, caricaturiza, criminaliza, «moraliza», o desacredita según le convenga.
Un demagogo es «alguien que le dice cosas falsas a gente que considera idiotas», engatusa al personal con actitudes cautivadoras como besar a niños, darse «baños de multitudes», visitar hasta el último lugar del mapa, abrazar a indigentes y desconocidos, y sobre todo prometer maravillas (Pensamiento Alicia lo llama el profesor Gustavo Bueno)
En los regímenes populistas-progresistas los presupuestos siempre son manipulados con arbitrariedad. Los controles son silenciados o ninguneados.
El modelo populista identifica fondos del Estado con fondos del gobierno o -peor aún- fondos de quien tiene la vara de mando. Los usa a discreción para someter a opositores, comprar voluntades y hacerse auto bombo. Para los regímenes populistas no hay limitaciones ni medidas fiscalizadoras o que fomenten la mínima transparencia en la gestión de la cosa pública, solo se admiten «observatorios inoperantes y laudatorios», nada de instituciones independientes, llámense comisiones de investigación, tribunales de cuentas, defensores del pueblo, o cuestiones semejantes.
En un régimen populista-progresista no pueden faltar las alianzas con la «burguesía amiga» o los «empresarios patrióticos», es decir, aquellos que prefieren sobornar a funcionarios, pagar «el impuesto revolucionario» para obtener privilegios, a producir de forma realmente competitiva.
Un régimen populista no se priva de echar leña al fuego, provocar constantemente la confrontación con empresarios, militares, sacerdotes, periodistas y opositores de hoy, ayer, de antes de ayer y de pasado mañana; y a continuación añadir que son los únicos enemigos del progreso, de la felicidad, el igualitarismo y el crecimiento sin fin que disfrutamos gracias a ellos…
También es característico de este tipo de régimen político su absoluto desprecio hacia el orden legal. Igual que en las monarquías absolutistas y a la manera de los caudillos «dueños de vidas y haciendas de sus súbditos», la ley es apenas un traje que se ajusta a gusto y medida.
Todo lo anteriormente descrito suele aderezarse, aliñarse con una gran dosis de “buenismo”, de pensamiento Alicia; la constante propaganda de que se está avanzando hacia un futuro maravilloso, de dicha, de felicidad, de equidad nunca vistos. Lo mismo que un ilusionista, que crea un escenario impresionante, que sólo es perceptible desde un determinado ángulo, y siempre y cuando todos los intentos de un estudio crítico sean abortados.
Repetir que se han logrado resultados notables desde que ellos gobiernan, y que nos espera un futuro aún mejor, no deja de confundir, «convencer» y tener realmente un efecto anestésico en los ciudadanos; o como poco siembra la resignación, la aceptación de la mediocridad imperante como algo soportable.
Los regímenes democráticos (no populistas) propiamente dichos no participan de la ristra de corrupciones mencionadas a lo largo de este escrito. No practican el personalismo narcotizante, anestésico, no manipulan los medios de comunicación, no usan de forma arbitraria el presupuesto, no alientan el odio, no desprecian la legalidad vigente, no boicotean la seguridad jurídica, no temen la alternancia, no descalifican de forma ruin y zafia a la oposición; no espantan las inversiones sino que las reciben con los brazos abiertos, se abren al comercio exterior y no distorsionan las estadísticas para engañar a la ciudadanía y hasta cuidan las formas (pero no con el «talante» cargado de un profundo cinismo)
Los regímenes democráticos -no populistas-poseen un mayor nivel de bienestar y de crecimiento, son previsibles e infunden más confianza.
Por todo ello nos hemos ido quedando en el vagón de cola, en el «trasero del mundo», pese a las enormes potencialidades que seguimos manteniendo inactivas debido al modelo populista-progresista que hipnotiza, esclaviza y embrutece.
Está de moda entre los políticos del Partido Popular hablar de recuperar o implantar “la excelencia” en determinadas facetas de la vida, pues bien, ya es hora de comenzar a predicar con el ejemplo y rescatar a quienes a lo largo de varias décadas han sido expulsados o han desertado debido al proceso que tan acertadamente describía Joaquín costa hace ya más de un siglo: “en el régimen caciquil los más capaces y los mejor preparados son apartados, es la postergación sistemática, equivalente a eliminación de los elementos superiores de la sociedad, tan completa y absoluta, que el país ni siquiera sabe si existen; es el gobierno y dirección de los mejores por los peores; violación torpe de la ley natural, que mantiene lejos de la cabeza, fuera de todo estado mayor, confundida y diluida en la masa del servum pecus, la elite intelectual y moral del país, sin la cual los grupos humanos no progresan, sino que se estancan, cuando no retroceden. España es una meritocracia a la inversa. El régimen selecciona a los peores y prescinde de los mejores individuos, de las personas componentes de la sociedad española. En el régimen caciquil oligárquico sólo triunfan los peores…”
La solución propuesta por Costa para eliminar el caciquismo es una política quirúrgica de urgencia. Se requiere «una verdadera política quirúrgica» y esta política quirúrgica debe ser realizada por “un cirujano de hierro” <¿Se atreverá Mariano Rajoy a convertirse en el “cirujano de hierro” que la actual España necesita?> “El cirujano de hierro debe tener virtudes similares a las del filósofo-rey de Platón: que conozca bien la anatomía del pueblo español, que sienta por él una compasión infinita, que tenga buen pulso, que tenga un valor de héroe, entrañas y coraje, que sienta un ansia desesperada por tener una patria, que se indigne por la injusticia. Debe ser un hombre superior y providencial que lleve a cabo la regeneración de la patria. El cirujano de hierro es un político ilustrado, culto, superior, que gobierna al pueblo para mejorarlo…”