El hombre precisa divinizar su humanidad. Desde que toma conciencia de sí mismo, el hombre busca «ser como Dios». Asimilar su insignificancia y su efímera condición le hace perseguir una «maiestas» que contribuya a soportar su realidad. Revistiéndose, dignifica su proyección ante el cosmos y ante los demás. Cada empresa que acometa a lo largo de su vida, irá orientada en ese sentido. Cuando el niño posa inmaculado por su comunión; cuando el adulto se empareja, cuando el sacerdote sacramenta (dignifica) la «unión pecaminosa de la carne»; cuando la señora ojea en la peluquería los nobiliarios romances que hace suyos; cuando se vitorea la presencia de los reyes por la calle, o se aclama al líder espiritual de cualquier confesión, las personas buscan, entre otras cosas, dignificar su propia proyección, ya sea como niños, amantes, representados ante el mundo, o ante la eternidad. El hombre se reviste de dignidad.
Plano individual, social y estatal de la dignidad
También desde el plano político, la elección del hombre precisa de una determinada consagración que le dé sentido, pero la adulteración de su razón hace posible incluso la persecución de una dignidad falsa. Desde un plano individual, basta la apariencia o la farsa para contentar ciertas filosofías. Así, se puede llegar a pactar y a pagar con fondos públicos el ser condecorado con una medalla por el congreso de una gran potencia, como quien paga por sexo, persuadido de que la meretriz de turno lo desea ardientemente. La necesidad de redimirnos, de purificarnos, pasa por comprarnos la muñeca que nos repita incesante «lo guapo que soy». Desde un plano social, la búsqueda de la dignidad se traslada del individuo al marco en el que habita, mediante la designación de sus representantes políticos. Votando, proyectamos la aproximación más cercana a nuestro «ideal». No importa el análisis porque el voto queda reducido al conjunto de estímulos morales, emocionales y estéticos vivido por cada cual. El sentido del voto se torna en el Logos: en la íntima interpretación de nuestro Ser, nuestra Verdad y nuestra Razón desde su pleno significado (subjetivo). Para el hombre, lo sustantivo es poder identificarse con algún candidato capaz de reflejar su subjetiva demanda de dignidad. Es así como puede llegar a preferir a un chorizo elegante, antes que a un administrador honesto, pero que sin corbata, no colme sus dignatarias expectativas.
Finalmente, el ideal se hace extensivo a un tercer marco: la forma de Estado. «Yo no soy nada; no soy nadie, pero ahí está mi rey para representarme; él encarna la grandeza de lo que puedo llegar a ser; él me representa y me dignifica”. Cuando Luis XVI fue decapitado, su sangre roció de dignidad a un pueblo súbdito (hasta ahora carente de ella). Una vez el ideal antropomórfico es descoronado, el súbdito interioriza su emancipación monárquica, trasladando su proyección, no a «su otro yo», sino a la encarnación institucional de dicha dignidad, a la República misma como «Ser que es». La esencia exponencial de «mi Yo», subyugado ante el Verbo político (ante el rey), es ahora confiada a la República como «Ser». El vulgo no volverá a jalear a su falso representante ante el mundo. La cosmogonía se invierte. Un nuevo heliocentrismo da sentido a la existencia. No era el rey, embutido en su disfraz, el centro del universo. Se ha expulsado al impostor. El embrión de la Res Pública se encarna en numen bastante que inviste un nuevo pensamiento emancipado y capaz de afirmar (construir) su propia realidad. Á‰ste ya no precisa del «hijo de Dios» en lo político. Es la Diosa profana, temporal, la que instaura la nueva liturgia, la laica religión que sustituye al viejo culto natural y a sus intermediarios.
La dignidad desde sus dos vertientes (Monarquía o República)
Los franceses partieron de su humanidad para erigirse en dioses, mientras que la definición de la esencia patria en la península, tuvo su principio y su fin con la derrota comunera en Villalar. Nada distinto pudo advertirse durante los cinco siglos siguientes. Los Grandes aguardarán a que la rebelión popular propicie su integración en el gobierno de Flandes, el opresor extranjero. A partir de ahí, Austrias o Borbones franceses se repartirán las prebendas hispánicas, sustentados por una elite servil y clientelar. En la península, el sentido de la madre patria nunca derivará hacia la proclamación de una conciencia en común. Al español siempre le bastó el revestimiento de una grandeza artificial, fingida. Su dignidad descansará en el brillo de las pecheras, en ser ensalzado o en comulgar. No se gestará una solución de país, más allá de la imposición de sus elites. La lealtad (a ninguna causa que no sea la propia) existe así, mientras se garantice la promoción personal. De otro modo, el patriota se torna en el primer enemigo de la patria.
Pero la cuestión no descansa en un concurso que someta a juicio la idoneidad entre Monarquía o República desde un plano objetivo o de mérito, sino en sí el escenario histórico resultante en cada pueblo, ha sido instaurado y sancionado por éste; legitimado por él. Más aún, podemos preguntarnos si su vertebración comparte una causa en común, una conciencia, una pertenencia. Podemos incluso obviar la génesis absolutista o hereditaria de la monarquía y afirmar que dicho marco como tal, no tiene por qué albergar hoy día connotación peyorativa alguna, toda vez que asume su rol parlamentario. Equiparable a La Grandeur republicana, está sin ir más lejos, la monarquía británica. Los ingleses pueden cuestionar su institución desde un recurrente sensacionalismo, pero a la hora de la verdad, la corona fue asimilada y legitimada históricamente por su pueblo. En un primer momento, nacionalismo y religión se funden en una nueva causa identitaria, el Anglicanismo. Posteriormente el enfrentamiento entre el poder parlamentario y el poder real (1642-1645) sancionará la moderna monarquía parlamentaria. Es así como en Inglaterra, antes de la Revolución francesa, el rey ya es controlado por una Revolución parlamentaria, (por el contrato con sus notables), los cuales ostentan una soberanía a la que la monarquía debe someterse. Es dicha soberanía transversal, ajena al rey, la que motivará secularmente la validación validación y el refrendo de la figura real como institución.
España como asignatura pendiente
No se trata por consiguiente, de que la monarquía como forma de Estado, sea «más o menos» que la República. La cuestión española no está en si Juan Carlos I, -que ha sido un buen rey- asume un «legado franquista» que luego es reconducido, sino en la ausencia de asimilación histórica (legitimación a posteriori) de la monarquía, por parte del «pueblo español» a lo largo de toda su historia. Baste como referente el advenimiento dinástico (Borbón) en la península, impuesto como marco de Nueva Planta, destronando el pactismo «federalista» Habsburgo anterior a 1714). En otras palabras, la Marcha Real (de Carlos III), no será instaurada como resultado de una comunión peninsular, fruto de un acontecimiento que la significara, que la sancionara, que la bautizara. El himno español no transmite la consecución histórica de logro alguno. No encierra el deseo de expresión legitimista de un pueblo, que persigue difundir la consecución de un hito. Frente a un himno español sin causa, sin logro que proclamar, y por tanto huérfano de toda ceremonia (sin orgullo), la Marsellesa representaría sensu contrario, mucho más que la consecución de un nuevo orden frente al absolutismo: la comunión popular, la voluntad popular, la afirmación de la nación hecha a sí misma. Desde tales mimbres, cabe preguntarse en base a qué argumentos podemos deducir la existencia de un patriotismo español que pueda concebirse sin sonrojo o exento de pecado original.