Hace años el niño era el rey de la casa. Todo giraba en torno al recién llegado. Hasta el extremo que despertaba celos del hermanito, “el rey destronado”, y hasta del padre, por los nuevos desvelos de la madre, o porque quizá éste había de hacer horas extraordinarias para darle de comer. Raro era además el niño, aunque siempre lo ha habido por desgracia, que en la sociedad civilizada sufría marginación o abandono.
Esta excepción se ha convertido hoy casi en norma. De sujeto, el niño en gran medida ha pasado a ser objeto. Que un matrimonio está en crisis, deciden “fabricar un niño” para solucionar su problema. Que un cantante, por su tipo de vida ha llegado a la cincuentena y se siente solo, busca una madre de alquiler y encarga unos mellizos. Que hace falta mano de obra barata, mendicantes o soldados dóciles que entrenar en un mes y conducirlos a la guerra, siempre hay niños.
Siempre hay niños abandonados por las calles, sin escolarizar, hijos de padres alcohólicos, en asilos chinos, donde por cierto las niñas valen menos. Niños que se venden y se compran o que son bárbaramente utilizados para el comercio de vísceras, córneas, sexo, pederastia barata en Internet o paraísos de turismo sexual.
En vez de cuidar a nuestros niños, los hemos puesto a nuestro servicio. A veces no de una forma descarada, sino muy sutil. “¿Sabes? Voy a adoptar, para hacer feliz a una de esas pobres criaturas”, se dice. Pero pronto, a los problemas propios de una adopción, que no son pocos, se une enseguida la falta de capacidad de sacrificio y entrega que supone hacer de padres, si lo que se intenta es tapar con ello alguna frustración.
Una generación que no ama a sus niños es una generación perdida. “El comercio infame de niños es un problema global que afecta a todos los países”, dice un reciente informe de UNICEF, que asegura que 1,2 millones de niños son vendidos cada año por un valor de 10.000 millones de dólares. Parece que Europa es el mayor mercado y Asia y África los principales suministradores. Este último continente vende 200.000 niños al año. Y en China el informe habla de 250 mil mujeres y niñas víctimas del comercio sexual. Tampoco se salva América Latina. Por ejemplo, en Guatemala hay un auténtico supermercado de bebés para la adopción internacional, en el que sobre todo son los abogados los que se enriquecen con este tráfico.
Con ser abominables estas cifras constituyen sobre todo un delito. Pero lo que debería preocuparnos de veras es la mentalidad reinante que está detrás de la pregunta “niños, ¿para qué?” Procrear, adoptar, educar no son actividades de las que seamos nosotros sujetos de provecho, sino de deberes. Nada hay tan sublime como amar a un niño. Y nada tan miserable como utilizar a un niño. Hace años se oía decir en algunos ambientes rurales. “¿Para qué cree usted que he tenido hijos? Para que me cuiden cuando sea viejo”. Esa frase hoy tiene traducciones más sutiles. Tenemos una casa, vitrocerámica, pantalla plana, Internet, un cuatro por cuatro, tarjeta de crédito y hasta perro. Nos falta un niño para ser felices. Lo que no se dice es que además tanto él como ella carecen de lo principal, tiempo para dedicarle, y sobre todo capacidad de salir de sí mismos, amarle y hacerle crecer como persona.
Claro, que también esto último hay que saber hacerlo y no confundir el cariño con el exceso de complacencia, otro defecto de nuestra sociedad muelle y permisiva.
Me quedo con la frase de Novalis: “El niño es un amor hecho visible”. Si nuestra sociedad lo convierte en egoísmo, en un gadget más, está en plena decadencia. Alguien dijo que quienes escandalizan a uno de estos pequeñuelos más les valiera ser atados a una piedra de molino y arrojados al río. Lo dijo todo.
Pedro Miguel Lamet
Periodista y escritor