Mi abuelo me cuenta que ya no conoce a nadie en el pueblo. Salvo dos que apenas ya si salen de casa, todos sus amigos se han ido. Me lo dice sin tiempo para la nostalgia camino del barbero al que vamos para que adecenten su pelo blanco nuclear. Las pocas verdades que le quedan se filtran en una vista ajada que no necesita ver para observar que la vida ha cambiado demasiado rápido el último año. Como el banco que nos cruzamos cerca de la casa donde nació, “porque antes se nacía en las casas y casi de sopetón, no se gastaba en hospitales para eso”, dice sin detenerse. La cola dobla la esquina, desde que el Banco Sabadell fagocitó a la Caja de Ahorros del Mediterráneo, clientes y cajeros están muy nerviosos.
A mi abuelo no le preocupa que el dinero cambie de color porque nunca cambia de dueños. Á‰l, como toda su generación, es un superviviente. Ha sobrevivido a monedas republicanas, reales franquistas y duros demócratas y, sin embargo, todavía tiene que apuntalarse para manejarse en euros. A un hombre que ha sufrido una guerra, una mili de tres años en Paterna y una posguerra infinita le da respeto equivocarse con las vueltas. Pudo ser futbolista de primera pero fue mi abuela la que se adelantó con el fichaje. Es padre de cuatro hijos, abuelo de ocho nietos y bisabuelo de un bisnieto… ha sido feliz y todavía nos hace felices. Sin embargo no puede evitar sentir un sabor amargo cuando hay que ayudarle a bajar el bordillo del paso de peatones que cruza hasta la peluquería de caballeros.
Mientras espero a que le arreglen el pelo que se aferra a su nuca, veo cómo un interminable río de gente camina con las prisas navideñas. Aunque en estas fechas todos han vuelto al pueblo, yo tampoco conozco ya a mucha gente. Mis amigos no se van al otro barrio, como los de mi abuelo, pero piensan en cambiarse de país. Como R, por ejemplo, que el viernes perdió su trabajo en la empresa de obras públicas en la que trabajaba y se da un mes de plazo para intentarlo en Alicante antes de probar suerte en Inglaterra. Han estudiado idiomas, licenciaturas y posgrados pero no pueden evitar sentir un sabor amargo cuando sus padres les prestan dinero para el autobús.
Después de cortarle el pelo, a mi abuelo le cobran poco más de lo que subirá la factura de la luz cada mes a partir de enero. De vuelta a casa nos encontramos por fin con un amigo. Es profesor interino, a estas alturas del mes ya trabajaba en cursos pasados. Sin embargo, este año, la Generalitat restringe al máximo el envío de sustitutos a las aulas para ahorrar en educación y todavía no ha podido cotizar ni un solo día. Mi abuelo, ebanista de muebles en la era pre Ikea, no entenderá de recortes pero sabe que a la larga lo barato sale caro.
“Vamos para atrás“, me confiesa. Le duele que su generación se haya dejado las manos en el taller, las fábricas y las cocinas para que ahora tengamos dudas de si algún día las parturientas tendrán que volver a dar a luz en sus propias sábanas. España es ese país donde sólo dimiten los años. Á‰l, que no conoce qué es el Apalabrados al que los diputados madrileños juegan mientras venden nuestra sanidad pública, ya no puede seguir afrontando problemas por nosotros. Sin embargo, junto a sus amigos, los que están y los que se han ido, nos ha enseñado que se puede sobrevivir a los malos tiempos. En 2013, no podemos dejar que la masa silenciosa nos engulla. Se lo debemos a nuestros abuelos: protestemos, resistamos, sobrevivamos como ellos nos han enseñado. Si nos tapian la puerta de entrada al futuro construyamos una ventana, al menos para que quizás algún día en el que vayamos a cortarnos el pelo y no encontremos a ningún amigo, nuestros nietos sean capaces de reconocernos.
Carlos Torres Prieto
Periodista de Diario Público